Capítulo 4: A dos metros de ti

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Después de cenar Amanda tiró de mí hacia los servicios excusándose con los chicos. Una vez dentro, se apoyó contra el lavabo y comenzó a hablar:

  —Sé que te pasa algo. —No me dejó protestar⁠—. Te encuentras fatal.

  —Me duele la cabeza.

  —Eso es la resaca. Yo también quería morirme la primera vez. Mañana estarás mejor.

  —Supongo.

  —Sé que estás un poco triste porque me voy. Te entiendo, yo también me echaría de menos. Soy una amiga genial —⁠bromeó⁠—. Y sé que te preocupan los exámenes, aunque las dos sabemos que vas a sacar sobresalientes. —⁠Amanda hizo una pausa y cogió aire⁠—. Y entiendo que estés enfadada conmigo por no haberte contado que Marcos venía a la cena; imagino que eso no ayuda a tu dolor de cabeza, pero se me ha pasado por completo —⁠murmuró arrepentida.

  —No pasa nada.

  Durante un segundo dudé si contarle lo que había pasado entre Marcos y yo. No quería decírselo porque ella vería algodones de azúcar donde yo solo veía un limón amargo y reseco de esos que te olvidas al fondo de la nevera. Ella ya tenía al «amor de su vida» y quería lo mismo para mí. Y, a veces, se le olvidaba que a mí eso no me interesaba. Yo estaba centrada en mí misma, en acabar mis estudios, encontrar unas prácticas y, a largo plazo, tener mi propia clínica. Todo lo que se saliese de ese camino no me interesaba. Pero a ella le encantaba eso de hacer de Cupido. Si me descuidaba, cancelaría su luna de miel y nos organizaría la boda a Marcos y a mí antes de que nos diéramos cuenta.

  Ridículo, ¿verdad?

Marcos y Elena. Sí, ya decirlo sonaba horrible, como a título de película de terror, de esas alemanas malas de sobremesa.

  Por mucho que Amanda lo apreciase, yo sabía que lo que había debajo de esa cáscara bonita era una personalidad horripilante.

  —Es el mejor amigo de Lucas y para mí es como de la familia. Igual que tú. Te prometo que ya no es como en el colegio. Aunque a veces no lo parezca, ha madurado y sé que está haciendo un esfuerzo por llevarse bien contigo.

  «Y tanto».

  —Me gustaría que los dos siguierais estando en los momentos importantes de nuestra vida —⁠continuó Amanda⁠—. Y vive en Londres, tampoco es que vayas a tener que verlo a diario. Va a quedarse un tiempo en Madrid por su trabajo, pero si no quieres coincidir con él, Lucas y yo organizaremos las cosas por separado. Sería una mierda tener que hacerlo porque os quiero a los dos.

—Lo sé.

  Era consciente de que tenía que ser capaz de estar en la misma habitación que él sin comportarme como una perra rabiosa. Ya teníamos una edad y, por desgracia, íbamos a seguir viéndonos en las «grandes ocasiones».

  En realidad todo eso ya lo tenía claro. Lo que no entraba en mis planes era haber compartido sábanas con él, y eso era lo que me descolocaba. Yo no era de líos de una noche, y menos con alguien que ni siquiera me agradaba. Así que no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Mirarlo a la cara ya me producía vergüenza y enfado a partes iguales.

  La única explicación al hecho de que estuviera otra vez a punto de llorar era que me sentía humillada en lo más profundo porque yo... yo no lloraba. Hacía tiempo que había sepultado las lágrimas muy hondo, donde ni siquiera yo misma podía encontrarlas. Mi vida no había sido como la de mi amiga: mientras que ella se había criado con dos progenitores, yo había crecido con un padre ausente y una madre que se había deslomado por mí, pero que se había ido demasiado pronto. Si algo había aprendido de la tristeza de mi madre, era que mi felicidad no podía depender de otra persona. Yo solo había tenido una relación seria y nunca había terminado de sentir aquello de las locuras y las mariposas. Yo no creía en esos amores de película en los que creía Amanda, pero me alegraba profundamente de que ella sí hubiera encontrado en Lucas lo que buscaba. Si una mínima parte de mí, a veces, creía en eso de las parejas era por haberlos visto a ellos dos tan acaramelados y contentos. Pero nunca tardaba demasiado en recordar todo lo que habíamos sufrido mi madre y yo, que tumbaba todos los cuentos y las fantasías.

Cien razones para odiarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora