Extendió la esterilla, la aplanó contra el suelo y se sentó sobre ella. Puso su sesión de meditación, esta era especial, era una meditación para contactar con su niño interior, o al menos eso decía en la página web. Se tumbó y colocó el móvil apenas a unos pocos centímetros de su oído y relajó los músculo yaciendo sobre la esterilla. Una voz femenina comenzó la instrucción de respiración, como siempre, y se relajó, como tantas veces antes.
La visualización comenzó de la nada, nítida y clara, como salida de un lugar ya construido en su inconsciente. Estaba en una colina sobre la playa junto a un banco de metal, parecido a aquel que solía estar en la plaza de su pueblo, el mar estaba en calma y toda la costa quedaba iluminada por un Sol crepuscular. La quietud junto al salobre aire se respiraba en aquella colina que descendía a una duna que llevaba a una playa de arena fina. Se sentó, estaba esperando a alguien, lo sabía, lo notaba dentro de sí. De repente giró la cabeza al extremo del banco y allí lo encontró, mirándole, un niño de 8 años vestido con un conjunto formado por una camiseta azul con unos pantalones con trazos blancos. Lo reconoció al instante, era el mismo, su yo de 8 años, tal era la certeza que sería capaz de identificar la foto en su álbum que representaba a la perfección a aquel pequeño de 8 años.
No dijo nada, se sentó inocentemente en el extremo del banco. Algo le oprimió el pecho, algo que pujaba por salir con la fuerza de una erupción emocional como nunca antes había experimentado. Se acercó al niño con aquella sensación en el pecho y en la garganta y los pensamientos y los sentimientos colisionaron en miles de flujos a través de su mente, todo lo que quería decirle a aquel niño, todo lo que quería decirse a sí mismo. Y las lágrimas inundaron sus ojos, abriéndose y mirando al techo, estaba en aquel salón escuchando la voz femenina durante la meditación y, a la vez, en aquel banco de la playa, lloraba con la voz cogida pero no estaba hablando, era una sensación que le llenó completamente. Se observó diciendo a aquel niño:
-Perdóname. Perdóname por lo que nos he hecho. Perdóname por no haberlo hecho mejor. Perdóname por todo.- Se dirigió al niño
No hubo respuesta por su parte, tan solo lo miraba intensamente a los ojos, como si ya se supiese el discurso, su mirada parecía conceder el perdón sin pedirlo. Lloró, lloró mirando al techo de la habitación, lloró en aquel banco, las lágrimas se escurrían por sus mejillas. El niño se levantó y se acercó, en un movimiento raudo y veloz, él hinco la rodilla en el suelo abrazando a aquel chiquillo. El chico no hizo nada, se quedó quieto pero...no hizo falta, la sensación que le envolvía era PERDÓN, le había perdonado, se había perdonado...aquel instante bien podría haber durado un segundo o una hora, porque calmó su alma tanto que su respiración fue intensa, desde el fondo de su pecho, acompañada de una sensación de haberse liberado de una gran carga, de haberse quitado un peso de encima. La última mirada que le dedicó a aquel niño era una mirada compasiva, tierna, inocente y sincera; era una mirada de AMOR.
La narración de la meditación parecía venir de lejos, como si viniese de otra habitación. Había vuelto al salón, con los ojos húmedos y con la sensación de haberse librado de una pesada carga. El audio de la meditación estaba terminando, había pasado 45 minutos, pero para él fue como si el tiempo en aquella playa hubiese sido eterno y a la vez un suspiro. Se levantó y caminó por la estancia hasta la ventana abierta, la brisa era fresca y agradable para ser verano, se asomó y el Sol lo cegó brevemente. Sonrió, tomó aire profundamente y lo aguantó durante unos segundos. Lo expulso con suavidad y estiró sus músculos relajados. Necesitaba tiempo asimilar lo que había experimentado, pero había algo que estaba claro...por fin había hecho las paces consigo mismo, por fin se había pedido PERDÓN.