CAPÍTULO SEGUNDO

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En la sala de interrogatorios hacía más frío que de costumbre, las voces retumbaban en las paredes con fuerza, y el eco de las pisadas del inspector Hidalgo estaban provocando dolores de cabeza al señor David Guzmán, padre del difunto niño.

—¿Podría, por favor, sentarse? —dijo el interrogado con fastidio.

—Tu comodidad es una de las tantas cosas que, ahora mismo, me importan un culo —Arturo empezó a desplazarse de forma más ruidosa e incesante en torno a David.

—¿Qué esperan encontrar en mi casa? Todo esto es absolutamente innecesario —David tenía la cara roja, marcadas ojeras bajo sus ojos y en su rostro había dibujada una clara expresión de fatiga.

Arturo, finalmente, tomó asiento frente a él, dedicándole una mirada penetrante e inquisitiva.

—Hay un detalle que me ha llamado mucho la atención sobre tu casa, y es que hay pelos del perro por todos lados, sobre todo en alfombras y muebles. Lo que me hace pensar en aquella conmovedora y tétrica escena que narraron tú y tu mujer, aquella donde el perro se abalanza sobre el cuerpo de Diego y, justo después, sale corriendo como si hubiera sentido un terror profundo, proveniente de una supuesta presencia demoníaca de la que todo el mundo habla.

—¿No cree en los demonios? —le preguntó David, con sus ojos inyectados en sangre fijos en la larga mesa fría y metálica.

—Si mi trabajo fuera creer, señor Guzmán, sería demasiado fácil —A Arturo se le escapó una pequeña risa burlona, lo que despertó en David cierta cólera que logró contener al instante, pero el inspector lo notó.

—Creer no es tan fácil, a mí mismo me cuesta muchas veces... Le juro por mi vida que cada vez que pasaba junto al cuarto de Diego sentía la necesidad de mantenerme lejos, como si algo...

—¿Algo? —lo interrumpió Arturo—. Hablando de fe, David, ¿usted cree que yo soy imbécil? En la cama del niño no se encontró un puto pelo de perro, ni siquiera en el cuarto, como si jamás hubiera estado ahí.

David se mantuvo en silencio y entrecerró los ojos a causa del cansancio.

—Y eso me lleva a razonar una cosa, que ustedes, par de lunáticos, están intentando distraer la atención de la gente, para que relacionen todo esto con alguna suerte de presencia demoniaca y todo ese tipo de sin sentidos —continuó el inspector—. Por otro lado, hay reportes de algunos vecinos que manifiestan que la mañana de ese viernes hubo una acalorada discusión.

—Como casi todos los días —le comentó David con su voz quebrada, visiblemente agotado, sin levantar la mirada de la mesa—. Como cada puto día.

—Sí, eso me dijeron... Una situación muy amarga, ¿quién querría vivir así?

—Exacto —escupió David.

—¿Disculpe? —preguntó el inspector, acercándose al interrogado, dando pasos cada vez más sonoros. Pero David no repitió sus palabras—. Bien... quieres guardar silencio, eso está muy bien... ¿Quiere saber otra cosa, señor Guzmán?, yo lo creí inocente en un principio, pero sucede que hay algo que llamó poderosamente mi atención...

—Le llaman la atención muchas cosas —dijo David, subiendo la mirada iracunda hacia la del inspector.

—Escuché que llamabas "rata" a tu hijo —le confesó, aprovechando que lo estaba mirando a los ojos—, cariñosamente, supongo.

Y entonces, David se quebró, y sus ojos se llenaron de lágrimas, y volvió a encontrarse cabizbajo.

—Diego se quitó la vida... —dijo, con la voz convirtiéndose en sollozo—. Se suicidó por la vida de mierda que tenía, de eso soy responsable, de nada más que eso.

El Artífice de InfortunioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora