CAPÍTULO TERCERO

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Arturo Hidalgo acababa de recibir la tétrica noticia que culminaba con la búsqueda de Margot Montero, iba en el carro hacia la escena del atroz crimen y, en el camino, había pequeños cúmulos de persona charlando entre sí, muchos vestidos con sus impermeables y otros con sombrillas, resguardándose de la lluvia pues, esa tarde el cielo, melancólico, lloraba un helado rocío. Al verse en el retrovisor, el inspector reconoció que estaba empapado de sudor; así que tomó un trapo que tenía en la guantera y se secó el contorno de los ojos y el rostro humedecido.

Su teléfono comenzó a vibrar, y reconoció por su identificador de llamadas que quien le estaba marcando era Cecilia Montero. Quiso con todas sus fuerzas ignorar la llamada, pero no tuvo el corazón para negarle la llamada a una madre consternada. Detuvo lentamente el vehículo cerca de la orilla, para no estorbar el paso de otros carros, y contestó la llamada.

—Es mentira, ¿cierto que sí?, por favor... —Hidalgo notó cómo, del otro lado de la línea, la voz de Cecilia se iba quebrando.

Él guardó silencio.

—Por favor... —repitió, suplicante.

Arturo pasó saliva con fuerza.

—Lo siento, lo siento mucho.

A continuación, escuchó el grito más desgarrador que había oído en su vida, y de golpe cortó la llamada, dejando caer el teléfono bajo el asiento. Apretó el volante con fuerza y hundió el rostro en él, para luego golpearlo múltiples veces con ferocidad, ocasionando que el claxon sonara un par de veces. Su grito de impotencia se ahogó dentro del aislado vehículo; después de gritar sintió algo de alivio, mucho más que el que cualquier quejido le daría a Cecilia o a su esposo.

Cuando estaba cerca del bosque notó que la aglomeración de personas era mayor, y el sonido de las múltiples conversaciones opacaba con creses al de la lluvia. "Se acerca el fin de los tiempos", escuchó decir mientras aparcaba el carro, lo había escuchado muchas veces en su vida, pero nunca había estado tan de acuerdo como aquella tarde. Vistió su impermeable negro y se bajó, buscando a sus compañeros con la mirada. A lo lejos vio cómo Francisco caminaba hacia él, llevaba gafas oscuras y masticaba un chicle con vehemencia.

Iba a decir "buenas tardes", pero hacerlo habría sido una ofensa.

—Hola —se limitó a decir Arturo.

—Es horroroso, Hidalgo, es simplemente horripilante —le dijo, casi en un murmullo, con la mano en la frente por la impresión que le producía solo aquella imagen.

—Cecilia me llamó mientras estaba de camino.

—Mierda... lo lamento... —le dijo.

La zona estaba acordonada, y varios policías evitaban que los curiosos pasaran hacia la escena, que estaba a pocos kilómetros de allí; por suerte, la espesura del bosque no permitía ver aquel espectáculo demoniaco a la distancia. Cuando llegaron sintió muchos olores, entre ellos el de la sangre seca, la carne cruda y descongelada, y el del vómito.

Lo primero que vio fue cómo de los árboles colgaban dos brazos y dos piernas; el torso, por su parte, había sido acostado junto a un árbol de gran grosor, y la cabeza estaba depositada en el piso con cuidado. Le habían advertido sobre lo que iba a ver, pero no había forma de que un ser humano estuviera lo suficientemente preparado para presenciar algo así.

La policía ya había grabado los videos y capturado las fotografías rutinarias, ahora se encontraban tomando muestras para poder retirar el cuerpo de allí y enviarlo al laboratorio de Medicina Legal más cercano, que estaba a cuatro horas del pueblo, en la capital de la provincia.

El Artífice de InfortunioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora