Capítulo 3

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Máscaras y Espejos

La música llenaba el vacío, no solo del salón de baile, sino también el que se había instalado en mi vida. Dos semanas habían pasado desde mi regreso al mundo de la danza, dos semanas en las que la mentira se había convertido en mi armadura para enfrentar la tiranía de las expectativas de mi padre.

Cada paso, cada pirueta, era una pequeña victoria contra mis propios miedos, contra la sombra de Ricardo Rodríguez que aún se cernía sobre mí. Sin embargo, la danza no era solo evasión, sino también un espejo donde se reflejaban mis contradicciones.

Dos semanas. Catorce días ocultando zapatos de baile bajo la ropa sucia, inventando reuniones inexistentes y esquivando la mirada inquisidora de mi padre. Catorce días en los que el eco de la música se mezclaba con el latido acelerado de mi corazón cada vez que cruzaba el umbral de la academia.

La mansión se había convertido en una prisión de lujo, cada objeto un recordatorio mudo de las expectativas que me asfixiaban.  El piano de cola en el salón, ahora cubierto por una fina capa de polvo, me observaba con reproche. La biblioteca, con sus estanterías repletas de tratados de economía y biografías de empresarios exitosos, me producía náuseas.

Mi padre, ajeno a mi tormento interno, se mostraba cada vez más distante, absorto en su mundo de negocios y cifras. En sus escasos momentos de ocio, me hablaba de fusiones empresariales, de estrategias de mercado, como si intentara contagiarme su pasión por un mundo que me resultaba ajeno y frío.

Y en medio de esa asfixiante telaraña de apariencias, la danza se había convertido en mi única tabla de salvación. Un espacio donde podía respirar, donde mi cuerpo, finalmente libre de ataduras, se expresaba con una sinceridad que me conmovía.

Pero esa tarde, al entrar en la academia,  la música y el aroma a madera pulida no fueron suficientes para calmar la tormenta que se había desatado en mi interior. En el centro del salón, un grupo de alumnos observaba con admiración a un hombre que se movía con una gracia felina, una mezcla de fuerza y sensualidad que me dejó sin aliento.

Alto, de cabello oscuro que caía sobre su frente con estudiado descuido y unos ojos profundos que parecían desnudar el alma con una sola mirada, el desconocido se movía como si la música fluyera por sus venas. Cada paso, cada gesto, emanaba una seguridad en sí mismo que despertó en mí una mezcla de admiración y envidia. 

—Alejandro, te presento a Fernando —dijo Laura con una sonrisa cómplice—. Es escritor, aunque creo que la danza es su verdadera vocación. Llegó hace unos días y ya ha revolucionado la academia.

—Se nota —murmuré, sin poder apartar la mirada de aquel hombre que parecía desafiar las leyes de la gravedad con cada movimiento.

Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Era esa la clase de hombre que atraía a otros hombres? ¿Era esa la razón por la que mi corazón latía con tanta fuerza?

—Alejandro, te presento a Fernando —dijo Laura, interrumpiendo mis pensamientos.

Levanté la vista y me encontré con la mirada intensa del desconocido. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Su sonrisa, cálida y franca, me desarmó por completo. 

—Encantado, Alejandro —saludó Fernando con una sonrisa cálida que le iluminó el rostro. Su voz, grave y melodiosa, tenía un ligero acento que no pude identificar, pero que le confería un aire de misterio.

Ceniza y luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora