La Herida Abierta
Los días siguientes al encuentro en el café fueron una vorágine de emociones. La promesa del teatro con Fernando se había convertido en mi faro en la niebla, el aliciente que me empujaba a levantarme cada mañana con un propósito renovado.
La danza, que antes era un escape furtivo, se transformó en una necesidad vital. En las manos de Laura, dejaba de ser Alejandro Rodríguez, el hijo obediente y reprimido, para convertirme en una criatura de movimiento y pasión.
—Hay algo diferente en ti —me dijo mi amiga Sofía una tarde, mientras practicábamos un complicado paso de tango—. Te veo más libre, más conectado.
Sonreí, sin atreverme a confesarle que mi nueva libertad tenía nombre y apellido: Fernando Vidal.
Sofía ha sido mi amiga desde siempre. Ella sabe cada detalle de mi vida, pero todavía no podía contarle nada. Un día tendré que hacerlo.
Nuestras salidas, entre Fernando y yo, se habían vuelto cada vez más frecuentes. Íbamos al cine, al teatro, a conciertos… Fernando, con su erudición y su sensibilidad, me abría las puertas a un mundo nuevo, un mundo donde la belleza y el arte se respiraban en cada esquina.
Nuevamente, en una tarde en la que estuvimos hasta el cansancio en la academia, fuimos al café; aquel al que asistimos por primera vez cuando lo conocí.
El aroma a café recién hecho y a pan tostado se mezclaba con el suave jazz que emanaba del tocadiscos en una esquina del café. Fernando, con su sonrisa cálida y sus ojos color avellana llenos de vida, me observaba con una mezcla de curiosidad y fascinación. Yo, aún un poco incómodo, intentaba controlar mi torpeza mientras me acomodaba en la silla frente a él.
—Te he visto bailar en las clases de Laura— dijo Fernando, su voz melodiosa y llena de admiración—. Eres un danzarín nato, con una pasión que se ve a simple vista.
Sonrojado, solo pude murmurar un «gracias». Fernando, sin embargo, no parecía querer dejarme ir tan fácilmente.
—No te preocupes —dijo—. Yo también tengo mis secretos. Soy Fernando, un poeta frustrado que se refugia en la música y el teatro, además del baile.
Con esas palabras, se abrió una puerta a una amistad que, como una planta en primavera, creció con una rapidez asombrosa. Fernando, con su sonrisa pícara y su inteligencia aguda, me contaba anécdotas de su vida, de su pasión por la poesía, de su lucha por encontrar su voz en un mundo que a menudo lo hacía sentir fuera de lugar.
Yo, a su vez, me abría con Fernando como nunca lo había hecho con nadie. Le contaba sobre mi infancia, sobre la pérdida de mi madre, sobre el vacío que la muerte que ella había dejado en mi corazón. Fernando escuchaba con una atención que me conmovía, sus ojos llenos de empatía y comprensión.
—Fernando, tú… tú me entiendes de una manera que nadie más lo ha hecho —dije una tarde. Mi voz llena de emoción, mirando a Fernando con una intensidad que él no podía evitar sentir.
Fernando, a su vez, se sentía cada vez más atraído por mí, al menos eso percibía. Le fascinaba la mezcla de sensibilidad y fortaleza que había en mí, la manera en que bailaba con una pasión que lo cautivaba.
La verdad es que iba mejorando con el tiempo. La libertad de la danza se apoderaba de mí a medida que pasaba el tiempo. La música penetraba en mi ser y mi cuerpo se soltaba como una bandera que ondea cuando sopla el viento.
Una noche, después de un concierto en el teatro de la ciudad, Fernando me llevó a un lugar apartado, a un pequeño jardín con un estanque lleno de nenúfares. La luna, redonda y brillante, iluminaba el cielo como un faro en la oscuridad.
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Ceniza y luz
RomansaAlejandro tiene 28 años. Es todo un exitoso gerente de marketing en una de las empresas de tecnología más importantes de la ciudad. Alejandro, un joven talentoso para la danza, lleva una vida llena de secretos. Obligado por su padre, Ricardo, a seg...