32. Aullido de guerra

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Tras tres días de luchar contra los caminos cubiertos de nieve, esta comenzó a desaparecer en charcos grises y barro hasta las rodillas, por lo que el ritmo de la marcha se aceleró considerablemente. Era un alivio, ya que para entonces estaban agotados. Irónicamente, se movían con mayor cuidado y sigilo, ya que abandonaban las altas tierras de Ipka para adentrarse en Afredia; terreno enemigo. Evitaron los senderos habituales y se adentraron en los bosques y surcaron campo a través, evitando los pueblos.

La tierra sufrió un pequeño cambio progresivo. Las verdes praderas dejaron paso a tierra roja y hierbas secas, las coníferas cambiaron por árboles achaparrados y grotescos que se retorcían desesperados en busca de cualquier fuente de agua. Las lluvias y la nieve habían desaparecido, pero el frío era todavía más intenso por las lomas bajas, lejos de la costa. No había flores ni colores más allá del carmesí del suelo y el deslucido azul del cielo, todo el paisaje era agreste y poco acogedor.

Procuraban viajar por la noche ayudándose de la luz de las estrellas y las dos lunas, cuyas caras comenzaban a llenarse lentamente. Con tristeza Aveun las observaba y calculaba el tiempo que les llevaría alcanzar la prisión, sabiendo dentro de sí que su única oportunidad radicaba en los dos satélites.

—Ocho o nueve días. — le respondió Bararn cuando le preguntó cuánto tardarían en llegar a Rose Ramera, encogiéndose de hombros.

El ex soldado había cambiado. Ya no se quejaba tanto, parecía más alegre y menos enfurruñado. Más displicente. Aveun había temido que tuviera que cumplir la promesa hecha a las Krimar y acabar con su vida, pero Bararn había accedido a seguir siendo su guía. Nadie sugirió volver a maniatarle. Al fin y al cabo, le debían la vida. No les había descubierto frente a su familia, ni había huido cuando ellos se encontraban convalecientes.

El primer interesado en que no les descubrieran en Afredia era precisamente él. Aunque siempre había parecido despreocupado, desde que cruzaron la frontera el hombre revisaba una y otra vez el camino que debían tomar, extremaba las precauciones a la hora de acampar y susurraban cuando hablaba con ellos. Aveun sabía que el renegado tenía miedo.

—A los que huyen de la batalla, si los pillan, los desuellan vivos —le contó Estefal en uno de sus descansos, hablando sobre el tema cuando Bararn se alejó para hacer sus necesidades—. Muy lentamente. Tardan días y lo hacen frente a todo el regimiento para que nadie repita la cobardía.

—Eso es... terrible.

—Y muy desagradable, te lo prometo —dijo él con media sonrisa torcida.

No hacían fuego, a pesar de la intensa helada. Utilizaron las provisiones que tan amablemente les habían entregado los habitantes de Weoun, racionándolas lo más posible. No se arriesgaban a cazar a no ser que se les pusiera a tiro. Procuraban ir muy separados, por si eran atacados o descubiertos, para poder huir mejor de ser necesario. Aceleraron el paso hasta convertirlo en una marcha forzada, con cuidado siempre de no hacer excesivo ruido. Y cuando dormían, lo hacían a turnos, alertos.

En alguna ocasión, desde la distancia, avistaron a gente ir y venir de sus labores en los campos. Todos tenían la tez oscura, y mostraban caras agotadas. No había hombres jóvenes, sólo ancianos y mujeres. Tampoco había niños. Apenas levantaban la mirada del suelo, y se les veía delgados y enfermos, casi derrotados.

—La guerra de la Hiena acabó hace una década con los infantes de Afredia. Los que quedaron atrás no son más que tullidos y enfermos que retrasarían la marcha de los regimientos. —le contó Bararn cuando le preguntó el porqué—. Están a punto de extinguirse como pueblo, aunque lo gracioso es que siguen siendo el ejército más formidable sobre la faz de Belalia.

La Marca de los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora