35. La Profecía

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Aquel no podía ser Yutca. No podía serlo.

Porque el hombre que tenía entre sus brazos estaba prácticamente muerto. Se encontraba desnudo, lo que dejaba al descubierto que cada centímetro de su piel estaba dañada de alguna manera. Las piernas se encontraban en una posición antinatural, al igual que su espalda. Grandes trozos del estómago habían desaparecido, dejando entrever músculos y vísceras que despedían un fuerte olor. El hombre estaba pálido, frío como el hielo; pero su pecho se infló una vez mientras le observaba, en una respiración tan leve como lentos eran sus latidos. Un amasijo de carne y sangre sustituían su rostro. Alguien había destrozado a golpes su nariz, boca y uno de sus ojos, y por el oído le rezumaba un hilo de sangre. A la mortecina luz que irradiaban sus manos, le pareció que el ojo izquierdo le miraba, pero no, estaba sin conciencia.

—Está muerto —oyó a Estefal detrás de sí. Aveun le miró con las lágrimas cayéndole por el rostro, sin poder aguantar un gemido, mientras sujetaba el cuerpo del que había sido su amigo y maestro.

—N..no. Respira —dijo ella bloqueada.

—Sered —Se agachó por el otro lado, y le agarró la mano para que soltara el hombro del Yutca—. No le queda mucho, está sufriendo. Es mejor la muerte.

—¡No! —gritó ella desesperada— ¿Qué le han hecho? ¿Cómo han podido?

—Le han torturado. Mucho —susurró él. Sabía qué le habían hecho. Lo había presenciado en su juventud más veces de lo que hubiera deseado. Pero le ahorraría el saber cuánto dolor y por cuánto tiempo había padecido su amigo. Sabía que sólo era cuestión de minutos que el hombre muriera. Pero de mientras, el dolor tenía que ser absolutamente insoportable. Con suavidad, sacó el cuchillo de su vaina. Sin mirar a la muchacha, le suplicó—. Sal de aquí. Yo me ocupo.

—¡NO!

El poder la recorrió. La luz de sus manos ya iluminaban toda la celda, y un terrible viento empujó al medio elfo contra la pared, lanzado el cuchillo lejos de él. Estefal lanzó un gemido de dolor por la presión mientras la muchacha brillaba, con el pelo suelto sacudiéndose furioso hacia el cielo y los ojos dorados, chispeantes.

Aveun estaba perdiendo el control. No quería hacerle daño a Estefal, pero no podía pararlo. Sus impulsos, sus deseos, estaban descontrolados. Mirando al hombre torturado en el suelo, recordó a Yutca tal y como le había visto la primera vez. Rememoró su voz, su tacto, sus palabras.

NUESTRA HORA

Las voces habían vuelto e intentaban sacarla a empujones de su propio cuerpo. Pero por primera vez no cedió, la pena de Aveun era más fuerte que ellos y gracias a ello se parapetó en la fortaleza de su mente.

«Salvadlo» imploró hacia su interior. «Salvarlo»

NO RELEVANTE

«Salvadlo ¡maldita sea!» respondió ella con furia. La luz se hizo tan fuerte que Estefal tuvo que cerrar los ojos. El violento viento provocado por la muchacha barría todo a su paso: la paja voló junto con el cubo de heces, así como varias antorchas del pasillo que se apagaron al momento. «Si no lo hacéis, no os dejaré entrar. No se cumplirá la profecía»

Las voces callaron varios segundos, en los que Aveun sintió la inmensidad de lo que eran. Comprendió lo insignificante que debía parecerles, entendió que para ellos no era más que una hormiga. Bien, pues esta hormiga era de los venenosas, se dijo clavando su decisión en el interior de sí misma.

Y entonces su mano, su propia mano, la traicionó y se movió sin que ella se lo pidiera. Se posó con delicadeza sobre el cuerpo destrozado de su amigo, y una explosión de luz y poder ocurrió. El herido lanzó un grito, un grito tan profundo y doloroso, que Aveun casi deseó que parara.

La Marca de los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora