Capítulo 1

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María Laura odiaba su país. Su odio no iba dirigido a ese pedazo de tierra con fronteras, no. Ella odiaba las nalgas aguadas que cubrían esos leggins de colores brillantes en los mercados, los policías jugando candy crush en el celular, detestaba los esqueletos andantes que hurgaban en la basura y le pedían limosna mientras ella masticaba sin ganas un cachito de jamón en la panadería, pero lo que más le sacaba de quicio eran los dedos quemados, las yemas negras que metían su medio kilo de carne en la bolsa amarilla endeble y la mirada lasciva recorriendo su escote, el final del short y el largo recorrido hasta las medias tobilleras. En su inocencia, María Laura pensaba que estas cosas no se vivían en el primer mundo, en su imaginación todo era tan sencillo que ninguna estadística de suicidio la podría hacer entender.

Su hermano era todo lo contrario, amaba la gente y la gente lo amaba a él. Chucho saludaba hasta a quién desconocía, no destacaba por su cabello rulo siempre despeinado, ni por las gorras que tan cómicamente intentaban disimular el desastre, tenía lo que la gente denominaba "ángel". Siempre con un chiste atorado en la garganta, de risa ligera y una rodilla en tierra para levantar a quien se hubiese tropezado. Amaba el olor de caucho quemado de los viernes por la noche, le fascinaban los acordeones a todo volumen los sábados mientras jugaba dominó, y estaba enamorado del sudor que goteaba en la sopa los domingos al mediodía. Pero sin duda alguna, lo que más amaba era su familia, su hermana menor, su madre en inicios de artritis y las memorias de su padre escritas en un diario con una foto de Fidel en la portada. Chucho levantaba el puño izquierdo frente al televisor durante las cadenas presidenciales, vociferaba que todo era culpa del bloqueo y se le iba el aliento tratando de hacerle entender a María Laura que el socialismo era el bueno de la película, pero ella siempre con los audífonos escuchando música coreana no le daba oportunidad.

­­-Mira, mañana le toca surtir gasolina a los de placa 7 y 8.

-¿Y qué quieres que yo haga Chucho? No voy a pasar la noche durmiendo en un carro.

-Yo no te estoy preguntando Malu, te estoy diciendo. Si mi mamá estuviese sana, sabes que ella y yo haríamos la cola, pero ahora está enferma y contamos contigo, además...

Continuamente María Laura se desconectaba cuando conversaba con su hermano, comúnmente cuando éste empezaba a gritar y mencionaba la enfermedad de su mamá. Despedirse de un padre había sido imposiblemente difícil, y su cerebro buscando protegerla se había atribuido a la misión de bloquear la ineludible verdad: la gente se muere. Así que cuando su hermano tocaba temas difíciles como la fulana artritis, o el saco de huesos en que se había convertido su progenitora, María Laura miraba hacia cualquier esquina y simplemente dejaba de escuchar, hasta que el silencio envolvía y entonces sentía la mano de Chucho lanzar la reja del porche, sus pasos enfurecidos caminar lejos de ella, lejos de la casa, lejos de su escudo.

No la entendía, se esforzaba, claro que sí. Ella tenía quince años cuando papá murió, o casi quince, porque lo mataron dos meses antes de su cumpleaños, a él le tocó cambiar la zapatilla por el tacón y mientras lo hacía se hizo una promesa. Pero ya habían pasado cuatro años, no seguía siendo una adolescente, debía asumir sus responsabilidades, despertar, abrir los ojos, entender el mundo real y dejar de creer que vive en Japón o Corea del Sur. Los ladridos le hacen concentrarse en la calle que transita, hay un chihuahua saltando detrás de un portón que lo mira con rabia; pero se distrae, no mira al intento de perro sino más allá, a ese short negro a mitad del glúteo, la cola de cabello liso descansando encima de los omoplatos, las rodillas que se flexionan, la espalda recta mientras unas uñas blancas se abrazan entre sí buscando el equilibrio.

-Conchale vale, ¿esta es tu hora de hacer ejercicio siempre? Para ver si me paso por aquí y te acompaño, también quiero sacar nalguita.

La muchacha se gira de inmediato, las mejillas sonrojadas por el ejercicio, o quizá por la mirada de ojos grises que le brinda ese rostro trigueño, al darse la vuelta por completo el piercing del ombligo destella y Chucho siente un tirón en la entrepierna. Son casi de la misma estatura y eso le brinda confianza sin entender porqué.

El rompecabezas de ChuchoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora