El misterio del reloj de bolsillo

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Daniel Galíndez M. — julio 2024
píldora: enfermedad; matraz: química (atracción); corona: estatus social

Las luces tenues de las farolas apenas iluminaban los adoquines mojados por la humedad de una niebla que cubría las estrechas calles de Barcelona en una oscura noche de posguerra. Tomás Sánchez, un antiguo policía de la fallida república que ahora trabajaba como investigador privado, era conocido por su labia, su aguda inteligencia y su habilidad para resolver los casos más intrincados.

Sánchez estaba absorto en los informes de su último caso cuando un tímido golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. Al abrir, se encontró con un hombre joven, con el rostro demacrado y ojos llenos de dolor.
—Buenas noches, ¿es usted el detective Sánchez? Necesito su ayuda urgentemente. —dijo, con una voz cargada de desesperación.
Tomás lo invitó a entrar y le ofreció una copa de coñac para calmar los nervios.
—Cuénteme ¿Cuál es su nombre? ¿Qué lo trae aquí a estas horas? —preguntó Tomás, observándolo atentamente.
—Me llamo Álvaro Ferrer —contestó tembloroso y dio un sorbo a la bebida.
Álvaro sacó un objeto envuelto en un pañuelo de su abrigo y lo colocó sobre el escritorio del detective. Al desenvolverlo, reveló un elegante reloj de bolsillo de oro, claramente de gran valor.
—Este reloj no pertenece a mi hermano Adrián. Lo encontré entre sus pertenencias después de su muerte. —dijo Álvaro, con voz temblorosa—. No entiendo cómo lo consiguió, nosotros somos pobres y trabajadores. No podemos permitirnos una joya como esta.
Tomás frunció el ceño, intrigado.
—¿Qué sabe usted sobre la muerte de su hermano? —preguntó, encendiendo un cigarro.
—Mi hermano, trabajaba de noche en una fábrica en Pueblo Nuevo. Los humos del lugar le hicieron enfermar y sin dinero apenas para comer no tenemos para médicos o medicinas. Nuestras vecinas, de la planta superior, le prepararon y ofrecieron varios remedios caseros, pero a pesar de todos esos esfuerzos, no pudo sobrevivir.
Tomás entendía que para este pobre hombre todo aquello era una tragedia, aunque no acababa de entender qué esperaba Álvaro Ferrer de él y mucho menos cómo esperaba pagar sus honorarios.
—Señor Ferrer, ¿cierto? —Álvaro asintió—¿Sabe cómo pudo llegar este reloj a manos de su hermano?
Álvaro negó con la cabeza.
—Mi hermano era un hombre honrado, decente. No podría haberlo robado.
—No digo que lo haya hecho.
—Mire, yo no quiero tener esto en mi casa. Esto lo debe haber perdido algún señor rico de la ciudad y estará en su búsqueda. Encuentre al dueño y dígale que lo ha encontrado en la basura, o algo.
—¿Y cómo sé yo que no me está tendiendo una trampa?
—¿Con qué fin? —Álvaro dudaba si había hecho lo correcto en ir con Sánchez—. Solo puedo ofrecerle mi palabra, no tengo más.
Álvaro apuró la copa de coñac y se puso de pie.
—Si encuentra al dueño, devuélvale el reloj. Si no lo hace, quédeselo —concluyó dándose la vuelta y cerrando la puerta tras de sí.
Sánchez sabía que había algo más en la historia de Adrián Ferrer. Ese reloj que sujetaba en su mano izquierda era la clave de todo. Terminó el cigarrillo, apuró el coñac de su copa, guardó el reloj en su chaqueta y abandonó el despacho.

Decidió empezar su investigación en la fábrica de Pueblo Nuevo, para descubrir que no había ningún registro de Adrián Ferrer trabajando allí. El guardia de seguridad sí le explicó que otro hombre había venido a preguntar por ese nombre días antes.
—Entiendo. Dígame, ¿ha visto antes este reloj? ¿Sabe de quién puede ser?
—No tengo idea. Pero nadie que trabaje aquí podría pagar ese reloj.
—¿Dónde puedo encontrar a ese hombre?
—La mayoría de estos pobres desgraciados viven en el Raval. Pregunte allí.

Sánchez se marchó de allí con más preguntas que respuestas. Al día siguiente continuó sus pesquisas en el malogrado barrio del Raval. Relegado a la marginalidad, el barrio se había convertido de aquella zona agraria e industrial en un barrio de viviendas para las clases de menor poder adquisitivo. En la zona sur, conocida como Barrio Chino, se concentraban bares, salas de espectáculo y casas de tolerancia. La caída de la Segunda República y la Guerra Civil frustraron las esperanzas de un barrio mejor.
Sánchez no tardó mucho tiempo en dar con el paradero de Álvaro Ferrer. Nada más atravesar el Arco del Teatro y adentrarse en la callejuela le avistó y con un gesto de la mano le detuvo.
—¿Lo ha encontrado? Al dueño del reloj.
—Señor Ferrer, explíqueme. ¿Por qué me ha mentido?
Álvaro lo invitó a su casa para hablar en privado y Tomás Sánchez accedió.
—Detective... —comenzó Álvaro mientras ponía dos vasos en la mesa—, mi hermano me dijo que trabajaba en esa fábrica por la noche.
—Pero en esa fábrica no trabajan de noche y su hermano tampoco lo hacía de día. ¿Sabe usted a que se dedicaba realmente su hermano?
—No lo sé, se lo juro. Adrián, no era el hombre más fuerte ni el más listo, tampoco. Pero era muy voluntarioso, hacía lo que podía para traer algo de comer a casa. Cuando me dijo que había conseguido trabajo en esa fábrica y que tendríamos una entrada de dinero más regular, yo me alegré mucho, ¿sabe? Era un buen hombre, eso no le quepa duda. Jamás habría robado.
—Señor Ferrer, me temo que solo tengo su palabra y este reloj. Y de momento ninguna de las dos cosas me ha servido para saber qué ha ocurrido.
—Yo solo quiero deshacerme de él. Como el dueño de ese reloj lo eche en falta y descubra que mi hermano lo tenía...
—No se preocupe, no creo que la policía selo lleve a prisión. Ahora tienen otras prioridades. Vendré a verle cuando tenga noticias, o más preguntas.
Antes de abandonar el edificio, Sánchez se topó con una vecina que subía a paso lento la escalera. Se levantó el sombrero para saludar y esta le contestó con piropos.
—Últimamente, vienen por aquí hombres muy bien vestidos. No de los que viven por aquí —comentó la señora Carmen, una mujer mayor con una expresión amable pero cansada, en el descanso de la escalera.
—¿No se habrá quedado usted con el nombre de alguno de ellos, cierto? —preguntó Sánchez, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—Solamente el que esperaba fuera. Frente a la puerta —dijo Carmen señalando la puerta de los Ferrer—. Joselito, de Córdoba. Vino aquí de pequeño y su padre...
—Y dígame —Sánchez le interrumpió—, ¿sobre qué hora solía estar Joselito allí en la puerta? ¿Y qué hacía?
—Esperar a su señor. Supongo que era un médico, uno de los hermanos estuvo enfermo una temporada. Lo veía entrar y salir de madrugada con una bolsa. Nunca supe qué llevaba dentro, pero siempre me pareció extraño. Pobre chico, últimamente no se le ve.
Carmen decidió continuar su andadura escaleras arriba sin dejar que Sánchez continuara su entrevista.

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