Copos de nieve danzaban entrelazados entre la fría brisa invernal, ignorando el bello espectáculo que surgía a su alrededor de una forma mágica. Yadra, una jinete, cabalgaba hacia su destino.
—Joder, qué frío —susurró a la nada.
—No te quejes, el día que naciste hizo aún más frío —le contestó una voz con un eco metálico que procedía del yelmo de su padre, que la acompañaba colgando de su silla— Y al menos tú puedes sentir frío. Maldición, cuánto echo de menos sentir el frío.
—Cállate —bufó malhumorada— Estamos llegando.
La yegua, cansada, luchaba por abrirse paso por la nieve virgen de la montaña. Sus cascos crujían bajo la nieve, cada paso un esfuerzo titánico mientras el viento aullaba alrededor, azotando los rostros y levantando remolinos de escarcha.
—¿Recuerdas cuando me llevabas en tu caballo y yo no paraba de quejarme? —dijo Yadra, rompiendo el silencio gélido.
—Claro que sí. Te quejabas de todo: del frío, del calor, del hambre... —respondió el yelmo de su padre, su voz resonando con una mezcla de nostalgia y exasperación.
—Y ahora, mira quién es el que se queja —replicó ella, una sonrisa torcida asomando en sus labios agrietados por el frío.
—Yo no me quejo, solo comento la ironía de la situación. Si no fuera un yelmo, te demostraría cómo se cabalga sin quejarse.
—Pues menos mal que eres un yelmo, porque con lo testarudo que eras, acabaríamos congelados en una cuneta.
—Más respeto, jovencita. No olvides que estamos en esta misión para vengar mi muerte.
—Lo sé, lo sé. Pero no ayuda que estés todo el tiempo recordándomelo. Además, ¿qué yelmo necesita venganza? Deberías estar descansando en paz sobre una repisa de algún coleccionista de armaduras feas.
—Descansaré en paz cuando veamos a esos mal nacidos pagar por lo que hicieron.
Yadra bufó nuevamente, y el silencio cayó entre ellos por unos minutos, roto solo por el crujido de la nieve bajo las patas de la yegua.
—¿Crees que podrías contarme otra vez cómo te enfrentas al frío sin quejarte? —preguntó Yadra, en un tono sarcástico, mientras el viento helado azotaba su rostro, haciendo que cada palabra pareciera una nube de vapor en el aire.
—Con gusto. Primero, te llenas de determinación, y luego...
—¡Blah, blah, blah! —interrumpió ella—. Mientras que a otros les tocan fantasmas sabios que les guían, yo tengo que soportar esto.
—Y tú eres mucho más soportable cuando mantienes la boca cerrada —respondió su padre, con una risa que resonó como un eco lejano.
Ambos se rieron, a su manera, mientras continuaban su camino. La tempestad arreciaba, pero en sus corazones ardía la venganza, una llama que ni el frío más intenso podría apagar.
—Joder, qué frío —repitió de nuevo la joven.
—Joder, qué pesada —le contestó su padre.
La yegua avanzaba con dificultad, sus flancos cubiertos de escarcha y el vapor saliendo de sus fosas nasales, pero Yadra mantenía la mirada fija en el horizonte, donde la nieve parecía desvanecerse en la nada. Sabía que las discusiones con el yelmo de su padre no habían hecho más que empezar.
—Recuerda, cuando lleguemos, no dejes que te vean dudar —dijo su padre, su tono más serio ahora— La venganza no es solo por mí, es por todos los que sufrieron a manos de esos traidores.