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En el gran Monte Olimpo, en aquella montaña sagrada y majestuosa rodeada de nubes y niebla, con jardines y bosques sagrados, llenos de flores y árboles divinos, el castaño vestido con una túnica blanca, corta y ligera, revisaba la lista que se le había asignado para ese día, y rodaba los ojos mientras la leía, pues le resultaba tonto tener que flechar a las personas que se le indicaban en lugar de las que él sabía que debían serlo. Suspiró negando con la cabeza sin interés alguno y botó al piso el pedazo de suave papel. El sistema de los dioses era un asco de todas formas.

Caminó tomando su arco y carcaj con flechas, dispuesto a emprender vuelo hacia el mundo mundano, siendo detenido por su compañero y consejero, quien fue el encargado de darle aquella lista.

—Señor, no puede seguir haciendo eso... —espetó con preocupación e inquietud, tal como era su personalidad nerviosa— los dioses están molestos, ellos creen que-

—¿Qué? —interrumpió, la mirada irritada y fulminante del castaño fue a parar hasta el pobre angelito que lo aconsejaba cuando dejaba de pensar con claridad.

—Nada, señor... pero debe seguir lo que marca el sistema, son las reglas

El castaño rodó los ojos, ignoraría sus palabras, tal como ha estado haciendo estos últimos meses. Anteriormente seguía las órdenes de los dioses mayores, aquellos que le asignaban sus tareas y deberes, –solo cuando le apetecía, claro está–.

Pero últimamente había estado muy ocupado observando a cierto chico de cabellera azabache, pues había robado su total interés y atención, y no había tiempo para hacer 'lo que marca el sistema'. De todas formas, le parecía patético y nunca hacia caso.

—Tranquilo —habló despreocupado—, no necesito todas esas cosas. Soy el dios del amor, ¿lo olvidas?, yo sé cuando las personas deben ser flechadas —caminó con confianza hasta la salida del enorme palacio de oro y marfil, y extendió sus bonitas alas etéreas dispuesto a irse, ahora si, sin interrupciones.

Su consejero no dijo nada más, sabiendo que era imposible ganarle. Únicamente se limitó a suspirar, y continuar con los deberes de ese día.

Cupido dió un salto, traspasando las nubes y niebla, mientras se desplazaba con fuerza y serenidad, pero también con rapidez, era una sensación grata. Le encantaba volar a toda velocidad y sentir el aire chocar contra su rostro.

En sus manos yacían sus flechas y arco, esperando llegar pronto a su destino, y así fue al paso de unas cuantas horas. Una vez que llegó, todavía desde el cielo, podía observar a algunas personas, pues su vista era impresionante, casi como la de un halcón. Tal vez mejor.

A lo lejos vio a un chico que se derretía sin disimular por una linda muchacha, rió divertido, mientras entrecerraba ligeramente sus ojos bajando la intensidad de sus movimientos para únicamente mantenerse flotando. Acomodó con facilidad la flecha de oro entre su arco y dedos, apuntó hacia él y con confianza la soltó. La flecha viajo por los aires a una velocidad inimaginable, finalizando en el pecho del chico. Sonrió grande cuando este se acercó hasta ella para hablar, pero tan solo fue rechazado, sin si quiera darle la oportunidad. Soltó una carcajada estruendosa al ver al chico decepcionado viendo como su amada se iba casi corriendo con sus amigas.

—Siempre tan bobos —susurró.

Dió unas cuantas vueltas más por el lugar, flechaba y flechaba, y cuando se aburrió, simplemente bajó hasta la azotea de un alto edificio, con su arco y flechas acomodadas en su espalda. Podía pasar desapercibido sin contratiempos, pues lograba camuflarse bastante bien. Una vez que aterrizó, se acercó hasta la orilla con calma, cruzó los brazos sobre la barda y recargó su barbilla entre estos, observando pasar a las personas.

The Cupid's Love - MaxleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora