Prólogo

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Si el charco que había pisado nada más doblar la esquina de su calle era un presagio de cómo le iba a ir el día, Martin no quería ni pensar en lo que le esperaba.

El inicio de un nuevo curso le soplaba en la oreja junto al aire que se había levantado en aquella ciudad que aún tenía que descubrir. Se consideraba una persona optimista y alegre, pero los comienzos siempre son duros, o al menos así había intentado animarle su madre cuando se mudaron hacía un par de semanas atrás.

Una nueva oportunidad laboral difícil de rechazar se le había presentado a su padre. Un encargo de una empresa constructora muy potente había solicitado que fuese él quien estuviese al mando del proyecto arquitectónico. Todo eran ventajas; una oportunidad única a nivel curricular, mayor cargo de responsabilidad, mayor sueldo, mayor todo. El único problema era que el proyecto iba a durar, como mínimo, un par de años y que iba a desarrollarse en una pequeña (pequeñísima, si se lo permitían) ciudad cerca de Tarragona, a 530 kilómetros de su Bilbao natal.

La idea inicial fue que solamente se mudase su padre, pero el solo pensamiento de separarse durante tanto tiempo, aunque se pudieran ir viendo algunos fines de semana y en vacaciones, pintó la mirada más triste que jamás le había visto a su madre. Por ese motivo, y al poco tiempo, cargaron sus maletas de ropa, nervios y muchos recuerdos para emprender rumbo hacia su nueva vida.

Él, el mayor de los hermanos, se tomó la noticia lo mejor que pudo. Intentaba pensar que dejar atrás su antigua vida, sus amigos y al resto de toda su familia, no era un problema si no una nueva oportunidad. Su hermana María, apenas dos años menor que él, enfrascada en mitad de la tierna adolescencia, se lo había tomado un poco peor.

El que no había puesto ningún tipo de pega había sido Iren, el juguete de la familia, el kinder sorpresa que había llegado en forma de hermano pequeño hacía siete años. A Iren solamente le importaba que sus padres le apuntasen pronto a cualquier equipo de fútbol de la zona para poder seguir jugando y poder ir a PortAventura, que ahora estaba a tan solo diez minutos en coche de su casa, por lo menos una vez al mes.

Mientras caminaba hacia su nuevo centro educativo, donde terminaría el segundo curso de bachillerato artístico, pensaba en el cambio radical que había dado su vida. La adaptación estaba siendo sorprendentemente fácil, pero aún no se había tenido que enfrentar a eso de tener que hacer nuevos amigos. No le daba miedo, pero sí se sentía nervioso. No conocía a absolutamente nadie y, a pesar de que nunca había tenido problemas en conocer gente, la situación actual era muy distinta.

No contaba tampoco con la compañía de su hermana, ya que la modalidad de bachillerato que él cursaba se hacía en un centro educativo donde también se hacían ciclos formativos de grado medio y superior, pero no la ESO. Le preocupaba que ella también estuviese viviendo todo aquello sola, en un instituto desconocido, lejos de él.

Cuando cruzó la puerta, se dirigió enseguida a la clase que le habían asignado en aquel correo electrónico firmado por la jefa de estudios. Aula P4, su nuevo centro de operaciones, en la primera planta del edificio.

Entró sin pensárselo mucho. Rezó para no ser el único nuevo entre aquellas cuatro paredes, pero era un tanto complicado; si hubiese cursado primero, la cosa hubiese sido distinta, pero él entraba en segundo e inevitablemente el grupo ya estaría formado.

La estancia estaba medio vacía y aún había muchos lugares donde poder escoger sentarse. Lo hizo en la fila del medio, junto a la ventana. Justo enfrente, entre algunos rayos de sol, podía verse el otro ala del edificio. Más ventanas de otras clases llenándose poco a poco de gente en su interior, de reencuentros, de abrazos de brazos morenos residuo de un verano que, seguramente, escondía muchas historias por contar.

P23Donde viven las historias. Descúbrelo ahora