♦︎; espina. II

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♦︎; segunda espina.
  Reino de Corazones.

Años atrás...

Despertar en medio de tazas voladoras, gritos de su madre y guardias en forma de naipes parecía bastante normal para él. Y lo era, considerando el mundo del que provenía.

El País de las Maravillas.

Se puso de pie con rapidez antes de que llegara uno de los guardias, andando hacia su armario para buscar algo que ponerse, y así empezar el día como siempre, siendo tan solo la sombra de su madre, la tirana más conocida en todo Corazones.

Recordaba sus propias reglas mientras iba de aquí para allá en busca de lo necesario para darse una ducha, ignorando como siempre las órdenes que daba su madre desde el salón del trono. Mientras más tonto se hiciera ante esas situaciones, mejor, pues así tal vez la Reina pudiera sentir un poco de compasión por él, y de esa manera poder quererlo lentamente.

Cosa imposible, claro, ¿una persona sin corazón puede amar otra vez?

—Lo esperan en el salón del trono, joven príncipe —anunció un guardia carta.

—En un momento bajo.

Al inicio no buscaba ser amado genuinamente por su madre, por años creyó que no lo necesitaba, al fin y al cabo reconocía su realidad y la aceptaba a duras penas. Sin embargo, al crecer se daba cuenta de muchas cosas, como el hecho de tener la mitad de un corazón en su pecho, el cual no latía, tan solo estaba allí de decoración.

¿Cómo era eso posible siquiera? ¿Cómo es que estaba vivo?

En su mundo todo era posible, Cheshire se lo repetía cada mañana cuando era niño, siempre notando esa actitud tan educada y a la vez despreocupada muy propia de Vivianné, aunque, en sus ojos podía ver algo más allá de la diferencia de color que poseían. Azul y profundo negro.

Fue él quien descubrió que poseía solo la mitad de un corazón.

—Llegas tarde.

Pero nunca dijo nada para protegerlo.

—Lo lamento, majestad. —Hizo una reverencia, manteniéndose cabizbajo apenas se enderezó—. ¿A qué debo su llamada?

No podía decirle "madre".
No podía desobedecer a ninguna orden.
No podía marcharse si ella no lo decidía.
No podía sentarse en ningún momento en el trono que le correspondía.
No podía refutar.
No podía mirarla.

—Necesito que comas y que estés aquí en veinte minutos, ni más ni menos —espetó sin siquiera mirarlo, aunque Vivianné no podía notarlo.

Básicamente, debía ser lo más invisible y puntual que podía para no causar su enojo. Tanto rencor acumulado desencadenaría múltiples catástrofes en contra de Vivianné, lo cual tampoco sería una verdadera razón para que la reina se arrepintiere. Igual, Vivianné tomaba previsiones.

Anduvo por los grandes pasillos del palacio hasta encontrarse en el comedor, con el desayuno ya servido en una enorme mesa vacía donde solo estaría él, como siempre. No tardó en tomar asiento y comenzar a comer, ignorando los sabores y texturas para no tardar tanto y llegar puntual con la Reina.

Nunca tuvo una infancia o una adolescencia digna, con apenas trece años decidió dejar de insistir para que su madre le prestara más atención, refugiándose en otras cosas para evadir su realidad, misma que no sabía si le dolía o le daba igual. Él pensaba que no tenía emociones o sentimientos alojados en su interior, siendo algo que le servía para "vivir" mejor.

Era tal su desinterés por su vida, que su refugio más preciado fueron los libros y los estudios. La curiosidad por el mundo real crecía con el pasar de los años; se preguntaba por las noches qué habría en él, qué cosas podría descubrir allá, cuántas personas podría saludar. Claro que Vivianné vivía en una línea muy fina entre lo real y lo ficticio, considerado algo muy delicado por su madre, mas no le importaba.

—He vuelto, majestad.

—Quédate a un lado, no estorbes ni hagas preguntas.

Con un suspiro asintió vagamente y obedeció.

♦︎ ♦︎ ♦︎

No todo era malo al final.

—¡Feliz, feliz no-cumpleaños!

Vivianné emitía bajas risas cuando escuchaba las ocurrencias del Sombrerero y la Liebre de Marzo, siendo de mucha ayuda para distraerse de todo el ambiente pesado que se vivía en Corazones, sobre todo en el palacio.

Comenzó a asistir a las fiestas de té cuando tenía cinco años, y desde entonces no se salta ninguna, siendo muy bien recibido por todos los que estaban sentados en la desordenada mesa. Nunca fue juzgado por su sangre o por su origen, algo positivo para Vivianné, ya que así podía sentirse más incluido sin sentir temor. Era la única emoción que manejaba por culpa de su madre.

—¿Quieres un poco de té, Anne? —ofreció el Sombrerero, mirando al príncipe con una sonrisa reconfortante.

—Si no es mucha molestia.

Su madre no tenía idea de las cosas que Vivianné hacía lejos del castillo, pero sí su más "fiel" guardián: La Sota de Corazones. Vigilaba cada paso que el príncipe daba, aunque fuera dentro del propio reino, actuando como una piedra en el zapato, solo que Vivianné no sabía que la tenía.

¿Y le decía a la Reina? Por supuesto que no, esa extraña y enfermiza fijación que la Sota de Corazones tenía por el príncipe le impedía abrir la boca para delatarlo. Adoraba en silencio al muchacho, lejos de su madre, lejos de la sospecha, lejos de ser tachado. Verlo en una faceta menos asustadiza y más natural era un completo deleite para él, notar esos gestos propios de un príncipe causaban escalofríos en todo su cuerpo.

Sin embargo, no dejaba de ser enfermizo, y Vivianné no dejaba de ser menor de edad.

Al anochecer, el príncipe había vuelto al palacio a escondidas, y junto a él la Sota de Corazones, unos pasos más alejado para evitar ser visto.

—¿Dónde estabas metido?

Vivianné paró en seco.

—Salí a dar una vuelta, majestad —respondió con la voz más dudosa que nunca.

—¿Sin mi permiso? ¿Por qué te atreves a desobedecerme? —Escuchó cómo la reina bajaba las escaleras y se acercaba posteriormente, teniendo que girarse hacia ella, notando su expresión tan fría como siempre—. Responde.

—No la he desobedecido, tan solo quería un poco de aire fresco.

—¡Desobediencia! ¡Tú tienes prohibido salir de este palacio!

—Pero, madre... —Había cometido el primer y segundo error: refutar y llamarle madre.

Lo impulsiva que era la reina la llevó a darle una bofetada a su hijo, tan fuerte que su rostro se giró hacia un lado. Vivianné comenzó a temblar, producto del miedo que sentía hacia su madre, y cuando volvió a verla, supo que debía encerrarse en su habitación.

O huir de Corazones para siempre.

—¡Lárgate!

Vivianné no lo pensó dos veces, yendo escaleras arriba hacia su habitación bajo la atenta mirada de los demás guardias e incluso de su padre.

Su vida en Maravillas era una pesadilla, lo confirmaba cada día al despertar bajo el mismo techo, escuchando los mismos gritos, las mismas órdenes, el mismo sonido de la guillotina siendo ejecutada. Quería huir, desaparecer de sus vidas para siempre, tal vez de esa forma ya no sería una molestia para su madre.

La esperanza de recibir al menos migajas de amor se había esfumado con aquella bofetada y los múltiples desprecios que recibió después.

Entonces, cuando cumplió catorce años, huyó del palacio, del reino, del País de las Maravillas.
Y cayó en una madriguera.

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ThornsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora