Bajo el viejo árbol triste, donde el tiempo parecía detenido y los días se repetían sin fin en un ciclo interminable, el último dios se sentaba atrapado en una rutina monótona. Cada día leía el mismo libro, el único consuelo en su existencia inmóvil. En su pecho ardía una tristeza profunda, una amalgama de ira contenida y una nostalgia interminable por un tiempo irrecuperable. Cada página que pasaba no solo le recordaba su soledad, sino también la impotencia abrumadora de no poder cambiar el destino que le había sido impuesto.
Un día, la melancolía divina alcanzó su punto máximo. El dios, incapaz de contener más su tormento interno, dejó que sus lágrimas cayeran sin control. Cada gota que tocaba el suelo parecía llevar consigo un fragmento de su alma rota. Las lágrimas sagradas empaparon la tierra, y de las ramas comenzaron a brotar hojas de tonos cafés, transformando la tristeza inmutable del árbol en una belleza otoñal que nunca antes se había visto. Pero esta metamorfosis solo profundizó el tormento del dios. La ira y la tristeza se entrelazaban en su ser al ver cómo su único refugio de monotonía se alteraba de manera tan cruel. En lugar de traer alivio, el cambio lo sumergió en un dolor aún mayor, un tormento puro y horroroso que no encontraba descanso.
El humano, que también residía en ese espacio estancado y se había acostumbrado a la repetición, observó el cambio con una mezcla de desasosiego y alarma. La alteración en su rutina, que había sido su único consuelo doloroso, lo inquietó y enfureció. Durante años, había vivido bajo una sonrisa forzada, incapaz de mostrar algo verdadero. Ver la nueva vida brotando del árbol le provocó una punzada de nostalgia. Recordó tiempos en los que el cambio era visto como una esperanza, una posibilidad de liberación. Ahora, el cambio se sentía como una amenaza implacable, una brutal confrontación con la realidad que siempre había intentado evitar.
Con el corazón dividido entre ira y tristeza, el humano decidió seguir el ejemplo del árbol y abrazar el cambio. Sin embargo, este nuevo ciclo que iniciaron juntos estaba lleno de inciertas posibilidades y temores desconocidos. Aunque el humano trataba de adaptarse y encontrar un nuevo propósito, la realidad seguía siendo despiadada. A pesar de sus esfuerzos por avanzar, la esperanza completa seguía siendo esquiva. El humano seguía atrapado en su incapacidad para expresarse plenamente, y su sonrisa, aunque menos forzada, seguía siendo una máscara que no reflejaba su verdadero yo. Su dolor de no poder expresar adecuadamente su sufrimiento se convertía en una tortura constante, un tormento psicológico que lo devoraba lentamente.
La unión entre el humano y el árbol, aunque exteriormente hermosa, resultaba horrenda y aterradora en su esencia. La transformación del dolor en belleza era un cruel recordatorio de la profundidad del sufrimiento que ambos compartían. Era una belleza marcada por la desesperanza, un dolor persistente incluso en medio de la transformación. La tristeza del dios y la angustia del humano se entrelazaban en un ciclo interminable de sufrimiento, sin un verdadero alivio a la vista, solo una aceptación sombría de una realidad dolorosa y hermosa a la vez, donde la incapacidad de expresar su verdadero dolor amplificaba la crueldad de su existencia compartida.