4. Cambio de ruta

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El recuerdo de sus ojos marrones brillantes choca con mis pensamientos cuando me dispongo a lavar los platos del fregadero. Escucho una voz diciendo algo pero no soy capaz de enfocarla hasta que Bea me pone una mano en el hombro.

–¿Juanjo?¿Me estás escuchando? –sacudo la cabeza intentando centrarme en sus rizos y no en los de cierto escritor castaño.

–Perdona, ¿que decías?

–Que no hace falta que limpies los platos en esta casa cariño. Tenemos lavaplatos. Lo compró Álvaro ¿recuerdas? Porque le dolía la espalda de estar tanto rato en el fregadero, según él.

–Me apetecía hacerlo, así me despejo. –intento sonar despreocupado pero como de costumbre Bea sabe leerme mejor de lo que pienso. Me observa con una mezcla de confusión y curiosidad que me hace prestarle el cien por cien de mi atención.

–Llevas unos días un poco disperso, ¿seguro que está todo bien?

Por un instante me planteo la posibilidad de decirle la verdad.

Un desconocido con bigote y unos vaqueros más desgastados que mis zapatillas de andar por casa no me deja vivir con normalidad.

Se me aparece cuando cocino, cuando compongo (o intento hacerlo), cuando voy al baño, cuando me acuesto...

Estoy a punto de ir a una bruja clandestina a que me quite el hechizo que sea que me haya hecho este chaval.

Eso es lo que me encantaría contarle a Bea, sin embargo mi respuesta suena muy diferente cuando pasa por el filtro de mi voz.

–Sí, no te preocupes, estoy durmiendo un poco mal. Será por el calor.

Por suerte mi amiga ignora que estamos en pleno noviembre y cae en mi excusa sin necesidad de más argumentos.

No es que no confíe en Bea. Ella, Denna y Álvaro son mi mayor apoyo, pero no he sido capaz de verbalizar lo que me está pasando por miedo a que lo que ocurrió hace exactamente una semana pierda la magia que yo sentí.

Tampoco lo he hecho para que no piensen que estoy loco, porque sin duda me estoy volviendo majara. Después de siete días esperando a ver si el destino, o lo que sea que controle el universo, quiere volver a juntarme con un chico del que no sé ni su nombre, he aceptado que muy bien no estoy.

Si por "esperar al destino" entendemos haber cogido el mismo bus que aquella noche a la misma hora de forma para nada aleatoria durante los últimos seis días.

¿Entendéis ahora lo de haberme vuelto loco no?

Ni siquiera sé que es lo que me atrae tanto del chico, ni porque estoy tan desesperado por buscarlo. Solo sé que si cinco minutos con él me han devuelto la inspiración necesito saber al menos quién es.

–Bueno, sabes que puedes hablar conmigo de lo que necesites. O con Álvaro, Denna... Ya sabes. –me seco rápidamente las manos para poder darle un fuerte abrazo.

–Lo sé. Gracias Bea.

–Venga deja los platos que debes de estar casado de todo el día. ¿Ha ido bien hoy por el bar?

Cuando tuve que dejar de cantar en el metro por un pequeño percance (me robaron), mi tía me ofreció un empleo fijo que me permite una estabilidad y también me evita atracos inesperados. Francisco, su novio, tiene un local en un barrio bastante concurrido del centro, lo cuál es genial ya que me deja el escenario unas dos horas al día y puedo cantar alguna que otra versión a las mujeres que se sientan a tomar café o leer el periódico.

Lo único malo es que el resto del tiempo tengo que ejercer de camarero y hacer cafés. No me apasiona mucho y tampoco es que se me de genial, pero es el precio a pagar por conseguir mi sueño de dedicarme a la música en menor o mayor medida. Así que lo acepto con gusto.

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