2. Sin retorno.

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Anabelle se deslizó por la pared, su cuerpo cediendo como si se hubiera vaciado de toda voluntad, dejándola a merced de una tristeza asfixiante. El desorden del apartamento era un reflejo de su caos interno: cada objeto fuera de lugar, el olor rancio que impregnaba el aire, todo resonaba con el eco de su desesperación.

   

Sebastián, tendido en el sofá, respiraba con una calma inquietante. Él, que alguna vez fue su refugio, ahora se había convertido en su tormento. Lo observó, buscando rastros del hombre que amó, pero solo encontró una sombra que avivaba su dolor.

   
El amor que una vez la sostuvo, ahora la aprisionaba. Cerró los ojos, anhelando los días en que su presencia era un bálsamo, cuando el simple roce de sus manos calmaba cualquier tormenta. Esos días, sepultados bajo el resentimiento, se sentían lejanos, inalcanzables.La rabia la invadió al imaginar un futuro sin él, la posibilidad de que su amor se destinara a otra, dejándola atrás, olvidada. La horrible certeza de que él podría estar con ella solo por costumbre, no por amor, la atormentaba.

 

   

—¿Por qué volviste? —susurró, las palabras rasgando su garganta, apenas rompiendo el silencio de la habitación.

No esperaba una respuesta, y quizás sabía que ninguna podría aliviar el dolor que la consumía.

Avanzó lentamente hacia el sofá, sus pasos retumbando con cada latido de su angustia. Las lágrimas fluían sin cesar, arrastrando con ellas el maquillaje deshecho. Al llegar junto a Sebastián, el vacío en su corazón se hizo tangible. Lo miró, incapaz de comprender cómo el amor que compartieron se había convertido en este abismo de sufrimiento.Recordó con amargura los tiempos felices: su torpeza encantadora al buscarla, la noche mágica en la playa cuando, nervioso, le pidió que fuera su novia. Momentos que en su día fueron perfectos, ahora eran solo crueles espejismos.

   

Mientras los recuerdos la invadían, una sonrisa triste se le escapó entre sollozos, sus lágrimas cayendo como joyas perdidas sobre su rostro. A pesar del dolor y la desilusión, no podía evitar adorar esos momentos, amarlos con una intensidad que le dolía. Lo que alguna vez fue una caricia suave en la noche, un símbolo de amor y conexión, ahora se había convertido en una fuente de sufrimiento y desolación. Su mente se aventuró a un pensamiento oscuro: ¿y si pudiera hacerle sufrir tanto como ella lo hacía ahora, encontraría una salida a su impotencia? La idea de apretar su cuello, de obligarlo a sentir su dolor, surgió con fuerza.

Pero pronto, una ola de autocompasión la arrastró, dándole un golpe devastador. A pesar de todo, el amor que sentía por él era tan profundo que, en su mente, la culpa de esta tormenta parecía recaer solo sobre ella.

Rendida al caos, Anabelle se recostó junto a Sebastián y finalmente se sumergió en los brazos de Morfeo, el cansancio acumulado arrastrándola hacia un sueño profundo. Pero lo que debería haber sido un descanso reparador se tornó en una pesadilla aterradora.

Se encontró en un jardín de un azul viejo, casi victoriano, que parecía desvanecerse en un crepúsculo eterno. Las palabras flotaban en el aire, ininteligibles, como ecos distantes de conversaciones perdidas.

Las sombras se movían con rapidez, formando figuras indistinguibles de hombres que hablaban en un murmullo frenético y confuso. El paisaje se desvanecía y cambiaba rápidamente, tanto como si el tiempo y el espacio se hubieran distorsionado. De repente, la sensación de ser enterrada viva la envolvió.

La tierra pesada se acumulaba sobre ella, ahogándola en una oscuridad sofocante. La mente gritaba en silencio, un grito desgarrador, desesperación que resonaba en su pecho, presagiando el dolor con la angustia que le esperaban en la realidad.

El jardín de las muñecas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora