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—¿Pero qué demonios estás diciendo? —Ella lo mira con firmeza, tirando del brazo que no quiere soltar la copa.

—No pienso seguir discutiendo esta mierda —responde él, mordaz, ante la pregunta insolente de la mujer cuyo maquillaje exótico de blanco y negro acentúa la delicadeza de sus labios.

—Vamos a casa, no estás bien —endulza su voz, intentando lograr su objetivo: "llevarlo a casa". Anabelle había tenido un día agotador buscando trabajo sin éxito y ahora tenía que sacar a su pareja del bar, donde despilfarraba el poco dinero que les quedaba para pagar el departamento en el que vivían.

—Estoy harto de ver esa maldita cara pálida tuya, con ese maquillaje horrible y ese olor a tabaco que me ha traído desgracias —lo que escuchó la hizo que se le empañaran los ojos. Hace menos de cuatro años, él la había elogiado por su belleza gótica de los noventas, sus vestidos largos y su cabello azabache. En ese entonces, ella era perfecta; ahora, cualquier afecto que él había sentido por ella estaba sumido en el olvido.

Continuó tirando pesadamente del brazo bien formado de él, derramando el poco contenido que le quedaba a su vaso. El hombre, que no medía más de dos metros diez, lanzó una bofetada que desvió su rostro. Sabía lo cruel que podía ser Sebastián a veces, y la vida dura que le hizo pasar al elegirla a ella sobre todo lo que antes soñó. Condenando sus sueños y a ella a tener que soportar su comportamiento iracundo, mientras él demostraba su desprecio públicamente.

—Por favor, vamos a casa —dijo, viendo cómo el cuerpo ancho caía sobre sí mismo, inconsciente dejando en el aire lo borracho de su ser. Era imposible levantarlo sola, y Anabelle buscó apoyo en las miradas expectantes que solo esperaban el final del espectáculo. Ningún caballero se ofreció.

—Dilan... —llamó con incertidumbre a un hombre delgado en la barra. Al notar su mirada, él hizo un gesto de negación. La última vez que Dilan intentó ayudarla, recibió un golpe de Sebastián por insinuar que quería aprovecharse de ella.

Rindiéndose ante la negativa de los acompañantes de su pareja, Anabelle dudó entre dejarlo allí o intentar inútilmente levantar aquella bolsa pesada de carne. No era lo suficientemente fuerte; su delgadez se notaba a través del vestido ceñido. Con dificultad, logró mover un poco el cuerpo inconsciente mientras la gente seguía indiferente.

En ese momento, una figura se acercó a ella. Sus miradas se encontraron y chispearon, un destello ajeno y desconocido para alguien acostumbrado al maltrato.

—Déjame ayudarte —dijo suavemente, apoyando su mano en la de Anabelle para despejar el camino. —Una dama no debería hacer esto.

Su corazón latía desbocado. Algo en su presencia la inquietaba, aunque no de una buena manera. Involuntariamente, sus ojos se encontraron de nuevo, mientras ella humedecía sus labios con nerviosismo. Él la miraba con descaro, haciéndola sentir desnuda bajo su mirada. Sus pestañas acentuaban sus ojos, en perfecta armonía con sus cejas gruesas. Su cabello largo y dividido al medio le daba un toque de elegancia. Con traje y corbata, ¿qué hacía en un lugar tan anticuado como este? Sin respuesta, ella retiró la mano del contacto frío que la hizo sentir su presencia.

—Lo siento —se disculpó con timidez. No sabía con qué intenciones se acercaba ese hombre caritativo, delgado pero de hombros anchos, cuya apariencia armonizaba con su altura de aproximadamente dos metros.

—No te disculpes. Es lo que cualquier caballero haría por una hermosa dama como usted—dijo, sonriéndole dulcemente después de un cumplido que no había escuchado con tal sutileza en años. Con esfuerzo, ayudó a Anabelle a sacar el cuerpo de Sebastián.

—¿Dónde queda tu coche? —preguntó al llegar al aparcadero. Anabelle sintió su rostro enrojecer al recordar que no tenía siquiera para llenar el tanque. ¿Cómo podía hacer esta escena menos incómoda o no seguir demostrando lo idiota que era por meterse con alguien como Sebastián? El silencio se llenó con la música del bar cercano. Como si pudiera leer sus pensamientos, el misterioso hombre agregó: —No te preocupes. Solo estaba de paso por la ciudad. No soy de aquí. Puedo llevarlos o acercarlos a su destino.

El jardín de las muñecas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora