3. Sin Salida.

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Anabelle, con las mejillas empapadas, observaba cómo las polillas revoloteaban alrededor de los faros del poste. Su insistencia le recordaba a sí misma, siempre acercándose a lo que la destruía. La oscuridad había sido su compañera desde que tenía memoria; la relación con su familia nunca había sido buena.

Un fragmento doloroso de su pasado se filtró en su mente: un rostro borroso, sosteniendo un objeto de hierro, disolviendo un líquido repugnante antes de inyectárselo. Su niña interior saboreaba aquella agonía, mientras los gritos y las peleas eran un eco constante en sus recuerdos.

Con los ojos enrojecidos, encendió un cigarrillo. Nada había valido la pena, aunque en lo más profundo de su ser, sentía que merecía todo lo que le había pasado. Su mente divagó, considerando la posibilidad de subir a la azotea y terminar con su vida. Pero entre la vida y la muerte, no sabía a cuál temerle más. Aspiró el humo del cigarrillo, dejando que se consumiera junto con su voluntad.

Miró sus muñecas pálidas, blancas como la cera. Con un gesto brusco, apagó el cigarrillo en su propia piel. El dolor la recorrió, pero no hizo ningún gesto. No era masoquista, solo buscaba una forma de apagar el torbellino en su pecho.

—¿Por qué, Sebastián? —murmuró, su voz quebrada por la desesperación. Sabía que no encontraría una respuesta. El maltrato había hecho que su mente se acostumbrara al sufrimiento, incapaz de comprender qué había hecho mal.

La visión espectral de Sebastián apareció junto a ella, sus ojos azules como recordaba, su sonrisa tan distante como los recuerdos felices que alguna vez compartieron.

—Eres una maldita —dijo él—, aunque te amé. Siempre me trataste como si fuera incapaz, como si estuvieras conmigo solo por lástima.

—Eso no es verdad... yo te amaba —respondió Anabelle, con lágrimas quemando sus mejillas. Pero la figura de Sebastián se desvaneció, y con ella, la ilusión de que alguna vez podría haber sido diferente.

Se levantó tambaleante y caminó hacia su auto. La idea de huir la empujaba a seguir adelante. Al entrar, se miró en el retrovisor y se encontró con sus propios ojos verdes, vacíos y llenos de tristeza.

—Todo estará bien... —susurró, pero su voz apenas sostenía la mentira, estaba e  un auto si calefacción, tenía hambre, ganas de tomas y baño, sin gasolina desde hace ya cuatro meses....

El cansancio y la desesperación la atraparon, y cerró los ojos. Al caer en un sueño turbulento, las imágenes de su vida con Sebastián la envolvieron. Recordó su risa, su ambición, sus promesas...

Entonces, todo se volvió borroso, y el accidente se repitió ante sus ojos. Sebastián volando por los aires, su cuerpo estrellándose contra el parabrisas, los huesos rompiéndose como si fueran de cristal. Ella revivía ese día una y otra vez, incapaz de cambiar el desenlace.

Anabelle despertó en el coche, con el dolor aún latente en su cuerpo y su mente nublada por la confusión.

En su boca aún persistía el néctar perfumado de aquel hombre rubio, su amado y, a la vez, el que la destruyó sin necesidad de un arma o cualquier objeto contundente que pudiera herirla. Miró por la ventana y solo encontró niebla, como si aún habitara en su mente. Sin apetito, su estómago comenzó a gritar por migajas de comida, pero lo único que halló entre los restos del auto fue un caramelo viejo y un pan mojoso que ni su poderosa mandíbula logró romper.

Un pequeño sollozo emergió de su ser al observar cómo el caramelo estaba cubierto de la sangre de sus sienes, siempre con la misma persistencia que le causaba dolor y que solo la hería para satisfacer una necesidad crucial. Sin una salida clara, miró su teléfono, buscando desesperadamente un número al cual marcar. Sus dedos, temblorosos, danzaban sobre la pantalla, pero, al reflejarse en el cristal, vio la imagen de una muñeca triste que no tenía a nadie con quien contar. Esa visión era tan real como su dolor.

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⏰ Última actualización: Oct 12 ⏰

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El jardín de las muñecas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora