[EDITADO: 28-05-2015] Prólogo

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Si no fuera por vosotros (queridos lectores) no estaría escribiendo esta historia. G R A C I A S.

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Prólogo
El incidente

La música sonaba por toda la estancia, el sonido rebotaba por las paredes de mi ático mientras preparaba la suculenta cena de Nochebuena: de primero, un entremés con jamón serrano, queso, lomo "embuchado", ensaladilla rusa y espárragos bautizados con la mayonesa que me va a sobrar. De segundo, un poco de marisco —almejas, mejillones, gambas...— que le había comprado a un pescador por poco dinero, ventajas de vivir en un barrio naval.

Eché un vistazo al techo y reí; viendo cómo la lámpara bailaba al son del Black Friday Rule de los Flogging Molly. La casa danzaba con la melodía y la cristalería emitía un tintineo parecido al de una campanita. Me acerqué a la midicadena y subí una décima más el volumen. Sentía el movimiento por todo mi cuerpo, esa canción era bestial. Corrí hacia la cocina donde agarré una botella que se movía hacia el borde de la encimera. Poco a poco el tintineo de las copas cesó y la lámpara dejó de bailar justo cuando la canción acababa. Idiota. Aunque parecía tranquilo suspiré aliviado.

El interfono sonó y apreté el botón. Me puse la chaqueta y me tomé un momento para mirarme al espejo. Sonreí al pensar en que hace cinco años tenía un pelazo y ahora sólo quedaba un solar, como dice un compañero de desgracias: lo que no te quita la alopecia te lo quita la quimioterapia. Mi cuerpo cada vez estaba más escuálido y posiblemente no llegaba a los sesenta kilos. Hace tiempo que la báscula pasó de mí y yo de ella. Sin más dilación abrí la puerta.

Era mi compañero de patrulla. Su nombre era Getxa y sus apellidos; Etxeberria Izara, nació en Bayona pero siempre ha vivido en Irún. Tenía veintiséis años, los ojos de un azul oscuro y el pelo rubio. Era muy alto, posiblemente superaba el metro noventa y tenía constitución de corredor, brazos y piernas de atleta. Su mote en la comisaría era simplemente Vasco.

—Ese ascensor es rapidísimo, trece pisos en dos segundos —silbó alegre.

—No te quedes ahí, pasa.

—¿Cierro?

—Déjala abierta, Patrick estará a punto de llegar —dije mientras pasaba al interior.

Era costumbre el no cerrar la puerta cuando esperabas a alguien, sí, era raro para una ciudad de tres millones de habitantes, pero por allí los chorizos eran barras de carne adobada y curada.

En media hora llegó Patrick MacDonelli, trabajaba como ayudante del forense y era conocido por todos como El Sangres. Éste y Getxa se habían quedado solos por navidad y solamente me tenían a mí en la ciudad.

Pusimos la televisión, dónde el presidente del Gobierno daba su típico discurso de Nochebuena mirando a las cámaras. A un lado de la pantalla se veía un mapa del país de donde brotaban pequeñas bolitas rojas (los terremotos recientes en el país). Pronto cambiaron el discurso por una retransmisión en directo desde el Ayuntamiento. Al lado del Alcalde estaban dos chicos con gafas y papeles en mano. Resumiendo, los dos cerebritos nos contaron que había bastante actividad volcánica bajo nuestros pies y que habilitaban los refugios repartidos por la ciudad "por lo que pueda pasar". Pues menuda novedad.

Miré el reloj, ya eran las nueve y media y los chicos ya estaban sentados a la mesa mientras yo calentaba el primer plato y charlábamos sobre las preocupantes noticias. Les serví los entremeses y tuvieron la decencia de esperar a que me sentara para empezar a comer, vi que no habían tocado ni un trozo de jamón de sus platos.

Durante la cena hubo risas, gritamos, armamos alboroto y cantamos villancicos. Nos bebimos dos botellas de cava español que había traído Getxa. Acabamos con el postre y nos pusimos a cantar en el karaoke que tenía guardado en el trastero. Todavía no estábamos borrachos, así que nos servimos un par de Guinness y seguimos cantando hasta bien entrada la medianoche. Después del karaoke nos fuimos a mi habitación a jugar a la Wii.

Una y cuarto de la noche y nosotros aún seguíamos jugando. De repente escuchamos una especie de rugido a lo lejos. Miré a Getxa que se encogió de hombros y pronto volvimos a la calma y seguimos jugando pero justo cuando en el juego ponía "salta" se fue la luz, y Patrick juró en alto.

—¿Qué coño está pasando en este barrio hoy? —comentó enfadado y bastante borracho.

Nuestros móviles sonaron al unísono, otro gran rugido sonó, esta vez mucho más cerca y nos levantamos del susto, como impulsados por un muelle. Un potente chirrido nos perforó los oídos y el perro del vecino ladró como si estuviera poseído por un demonio que sólo él podía ver. Getxa se puso nervioso y empezó a respirar fuertemente, no era momento para uno de sus ataques de asma. Encendí una pequeña linterna y le miré, estaba con los ojos como platos y la vista puesta en el móvil.

—No pasa nada, volverá la luz enseguida —intenté calmarle, sin éxito.

Cogí el teléfono de la cama y miré la alerta.

—¿Qué demonios pasa? Me he olvidado el maldito móvil en casa –preguntó Patrick, tenso.

—Dios, vámonos —dije casi sin aliento.

Estando de pie sentimos una vibración debajo de nosotros y sentí que todo se movía hacia la izquierda, la televisión titubeó y estuvo a punto de caer pero, otra sacudida, esta vez hacia la derecha, la volvió a poner en su sitio. Al salir al pasillo escuché mucho jaleo en la cocina, toda la cristalería estaba cayendo al suelo estrepitosamente.

Era un caso de los de "vamos a morir todos". Corrimos por el salón sorteando las cosas que caían. Antes de cerrar la puerta pensé en Vagabundo, mi beagle de dos meses y lo cogí en los brazos, con el perro a salvo cerré la puerta y escuché como el armario que contenía la televisión caía al suelo. Adiós a los deuvedés de mis películas favoritas.

Un gran temblor casi nos hizo caer a todos por las escaleras, mientras la gente salía de sus pisos con sus mejores trajes de gala y algunos llorando por el miedo. El terremoto paró un momento para volver con más fuerza, así que bajamos más rápido. Cuando estábamos en el sexto piso, el terremoto perdió fuerza y en el cuarto cesó para siempre, aún sin los temblores seguimos bajando hasta llegar a la calle y de ahí fuimos al gran parque que teníamos al lado, el único sitio libre de edificios. Miré el móvil una vez más.

El mensaje de advertencia rezaba: siete con cinco escala Richter.

[4] Las memorias de Leprechaun © {EN PAUSA}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora