ii. SEDUCE AND DESTROY

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CAPITULO IION YOUR KNEES

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CAPITULO II
ON YOUR KNEES

Baelon es un comandante nato, disfrutaba de la sensación de que solo su voz tenía el poder entre la multitud, de guiar a la gente por el camino él elegiría; ser el heredero al trono nunca fue una imagen que no pudiera aceptar. Estaba en su sangre y en su destino gobernar los siete reinos y sentarse en el trono de hierro.

Y nuevamente, sabe que amaba el poder y que el poder para un Targaryen puede convertir su cordura en cenizas, por lo que quemarse en esa llama fue nada menos que glorioso.

Baelon nació para ser rey.

Sin embargo, uno de sus mayores defectos es su temperamento poco pacífico, a diferencia de su padre, conocido como el rey pacífico. Era contradictorio, pero se sentía bien, la mezcla perfecta de Arryn y Targaryen. Aunque muchas veces falló en su misión de mostrar lo mejor de sí mismo para evitar parecer débil. Baelon tenía una gran debilidad: Rhaenyra Targaryen.

No era ningún secreto que su relación con su hermana mayor estaba lejos de lo que debería haber sido, con la muerte de su madre la primogénita parecía distante de su hermano menor y todos sus esfuerzos por construir una relación afectiva eran demasiado frágiles. El niño creció hasta convertirse en rey, y por eso Rhaenyra estaba resentida con él. Estaba claro y no podía negar que amaba a su hermana, pero ella nunca podría ser una figura maternal, no cuando el primer aliento de Baelon le quitó el último a Aemma.

Aunque su relación no era lo suficientemente cercana, Baelon creció amando a su hermana y aunque no hubo ningún esfuerzo por parte de ambas partes por acercarse, hizo todo lo posible para proteger a la mujer.

Recordó la primera vez que su hermana quedó embarazada, que a pesar de sus intentos de acercarse, el contacto fue efectivamente negado y así nació el rumor: Baelon era un mal augurio para estar cerca de una mujer embarazada. Tomado del cadáver de su madre, era un maldito bebé que no debería haber sobrevivido. Y entonces supo que no se trataba de que ella no quisiera que nadie estuviera presente en su nacimiento, los Targaryen simplemente no querían que Baelon estuviera presente.

Luego supo que no era bienvenido y aceptó que no había ninguna relación que reparar, ya que lamentablemente ni siquiera existió.

Pero él la amaba y siempre lo haría. Proteger discretamente a Rhaenyra siempre resultó ser una tarea difícil, la enemistad de los Targaryen con Alicent resultó en momentos en los que el heredero quedaba con las manos atadas, era imposible tomar partido cuando ambos estaban tan equivocados. Aún así, sabía que la relación de a reina con los hijos bastardos de su hermana era un desafío constante. La primera vez que la mujer dio a luz, la reina consorte ordenó que llevaran al recién nacido a sus aposentos y fue una de las personas en ver la verdad: ese niño no pertenecía a Laenor Velaryon. Podría ser una coincidencia, un momento único, pero volvió a pasar con el segundo hijo de Rhaenyra y no fue justo.

El hombre no pudo evitar preguntarse por qué la rivalidad entre las dos ni siquiera se detuvo en un momento como ese.

Era la primera vez que Baelon lograba sentir pura ira por las acciones de Alicent, era tan injusto molestar a su hermana embarazada cuando su estada era nada menos que frágil y delicado.

Y ahora repitiéndose por tercera vez, la sangre en los pasillos era la prueba de que la mujer una vez más se levantó tras dar a luz para enfrentar a la reina.

Con pasos pesados y el rostro torcido, su cuerpo se dirigió hacia las habitaciones de Alicent sin poder controlarse.

―Ser Criston, anúnciame.―el heredero dijo delante de la puerta de la habitación.

Era una puerta que no se atrevía a cruzar, pero esta vez era necesario.

―Su majestad, heredero del trono de hierro y el príncipe de Rocadragón.―Criston anunció de mala gana.

Incluso con el pecho ardiendo por el asunto urgente que tenía entre manos, Baelon podía sentir el tono petulante del hombre. Ambos se odiaban y sólo uno podía mostrar disgusto ante la presencia del otro y el otro sólo podía tragarse el odio.


Alicent es etérea a los ojos de Baelon, su cabello castaño cobrizo cae en una hermosa cascada sobre sus estrechos y delicados hombros, cada parte de ella parece dibujada a mano por los dioses; desde su cara, sus ojos de cierva, hasta sus delicadas...

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Alicent es etérea a los ojos de Baelon, su cabello castaño cobrizo cae en una hermosa cascada sobre sus estrechos y delicados hombros, cada parte de ella parece dibujada a mano por los dioses; desde su cara, sus ojos de cierva, hasta sus delicadas manos. La Hightower estaba destinada a ser disfrutada, como una visión irreal y siempre lo ha sido a los ojos del Targaryen.

Incansable. Ni siquiera con si dragón Arryon pudo alcanzarla, su mente sabía lo equivocada que estaba desear a la mujer, era un dolor que el hombre tenía desde pequeño: querer lo que ni siquiera él, el heredero del trono de hierro, podía tener.

Fue sólo una mirada de ella la que lo dejó desarmado.

―Su majestad.―saludó Baelon.

―Mi príncipe, su hermana acaba de irse.―la mujer nunca lo miró a los ojos.

―Estoy aquí para hablar con usted, su majestad.―dijo Baelon, tratando de ser firme.―Antes pensaba que estaba claro que estaba prohibido que la reina volviera a exigir la presencia de un bebé recién nacido de mi hermana en su primer día de vida.―continuó.

La mujer tragó con dificultad al escuchar el tono de Baelon, era fuerte sin ser grosero ni arrogante, él no le ordenaba, pero parecía un pedido para no tener que recurrir a otro camino. El pecho de la mujer se llenó de calor, como si no pudiera soportar decepcionar al Targaryen. No debería sentirme así, pensó Alicent con amargura ante su obvio sentimiento de querer la aprobación del heredero.

―Baelon.―ella no sabía qué responder, tantas palabras pasaban por su mente pero nada parecía correcto de decir en su presencia.

El heredero al trono pareció evaluarla, su mirada quemó a la mujer de adentro hacia afuera, sin que ella pudiera controlar el sonrojo que subía por su delicado cuello y mejillas. Baelon la siguió con la mirada, deleitándose con cómo la delicada tez se enrojecía, haciéndola perfecta para sus manos.

―¿Estamos entendidos, mi reina?―mía, debería ser mía.

Sin esperar respuestas, el hombre se fue y Alicent sintió que menos de cinco frases pronunciadas por el hombre tenían un sabor prohibido, aunque apenas era una conversación para considerar inapropiada, aún así era como un peligro casi expuesto. Un ardor acumulado en el estómago, la sensación de que la angustiaba y de que en cualquier momento cedería.

Era un acuerdo diabólico que los dos nunca podrían hablar en voz alta, un secreto que sólo podía suponer que el otro conocía.

¿Quién dejaría escapar el control primero?

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