Cuarta mariposa ~ Acherontia atropos

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La Acherontia atropos, una mariposa de la oscuridad, con alas negras como la noche y un aroma a cadáver que la precede. Una criatura misteriosa y fascinante que se alimenta de la putrefacción, de la carne en descomposición y que representa la transformación de la vida en muerte y la muerte en vida.

Con su vuelo errático y sin rumbo, la Acherontia atropos se mueve por los lugares de la muerte, donde la vida ha sido extinguida y solo queda la oscuridad, pero también es una señal de cambio, de una transformación profunda y de una nueva vida que emerge.

Es como si la muerte misma se hubiera convertido en una flor que produce vida y la Acherontia atropos es la mariposa que la poliniza. Con su presencia, nos recuerda que la muerte es una parte natural de la vida y que a partir de la muerte nace de nuevo la vida, en un ciclo eterno donde la vida y la muerte se encuentran.

Mi cuerpo parecía hundirse bajo el peso de una fatiga abrumadora. El viento frío acariciaba mi piel, creando un contraste inquietante con el calor que anhelaba. Mantenía los ojos cerrados, luchando en vano por escapar a ese rincón de paz que se me escapaba, en busca de un sueño que no llegaba. Sin embargo, en la frontera de la vigilia y el sueño, un recuerdo comenzó a abrirse paso, emergiendo lentamente desde lo más profundo de mi mente, como si el viento lo hubiera traído de vuelta, susurrando ecos de un tiempo pasado.

En la danza entre el dolor y la voluntad, mi alma decidió permanecer erguida, como una flor que se niega a marchitarse bajo la tormenta.

El látigo desgarraba el aire con la furia de una bestia encadenada, encontrando su destino en mi piel desnuda. Cada golpe resonaba en las paredes, rebotando como un eco amargo que llenaba la habitación de una tensión casi palpable. El dolor era una marea creciente, golpeando una y otra vez, cada ola más intensa que la anterior. Sin embargo, yo seguía inmóvil, mis ojos fijos en el vacío, como si la escena frente a mí fuera una obra ajena, una representación de la cual no formaba parte.

El hombre, su rostro deformado por el odio, me observaba con creciente desesperación, su mano empuñando el látigo con una violencia que parecía alimentada por su propio deseo de verme quebrar. Se inclinó hacia mí, su aliento áspero y lleno de rabia.

—¡Llora! ¡Pide piedad! —gruñó, exigiendo sumisión, buscando devorar el último rastro de mi resistencia.

Pero en mi interior, el dolor se mezclaba con una determinación férrea. No importaba cuánto ardieran las marcas que dejaba el látigo en mi cuerpo; no importaba cuán profundo fuera el sufrimiento que intentaba imponerme. No pensaba concederle la victoria de mis lágrimas. Mi silencio, tan frío y firme como el acero, era mi único refugio, mi último acto de desafío.

Sentía el fuego bajo mi piel, la tirantez de cada herida abierta, pero no le daría el placer de verme doblegar. Si mi resistencia lo frustraba, si mi negación lo enfurecía, entonces seguiría resistiendo, soportando cada golpe como un recordatorio de que, aunque mi cuerpo pudiera ser sometido, mi espíritu seguía siendo libre.

¡Maldita zorra! —rugió el hombre, su voz impregnada de un odio visceral que resonó en la habitación como una sentencia.

El látigo cayó de sus manos, golpeando el suelo con un sonido seco. Se tambaleó hacia mí, cada paso una amenaza latente, hasta que su mano se cerró brutalmente alrededor de mi cuello. La fuerza de su agarre me hizo inclinar la cabeza hacia atrás, obligándome a mirarlo, a enfrentarlo en medio de su furia descontrolada. Sus ojos, llenos de desprecio, me atravesaban como dagas.

—¿Te crees alguien? —escupió las palabras con un veneno que parecía corroer el aire entre nosotros—. Solo eres una maldita esclava insignificante.

Su saliva cayó sobre mi piel como un insulto más, una mancha que pretendía humillarme, borrar cualquier rastro de dignidad que aún pudiera aferrar, pero, en el fondo, mientras él se aferraba a su odio, yo sentía una creciente determinación que se negaba a ser sofocada.

—Puedo matarte ahora mismo y conseguir a otra —continuó, su voz goteando indiferencia, como si mi vida no fuera más que un objeto reemplazable.

A pesar del dolor, del asfixiante apretón de sus dedos, una chispa de desafío ardía en mi interior. Sabía que para él no era más que una posesión, algo que podía descartar a su antojo. Pero esa chispa, por pequeña que fuera, representaba algo que nunca podría arrebatarme: la conciencia de que, por insignificante que me considerara, mi valor no dependía de su percepción. Y mientras esa chispa ardiera, seguiría resistiendo, aunque solo fuera en mi corazón.

Mientras él continuaba apretando mi cuello, su mirada se volvía más oscura, casi desquiciada por la idea de poder aplastar lo poco que quedaba de mí. Sentí cómo la fuerza en mis piernas comenzaba a ceder, y el aire se volvía cada vez más escaso, pero en lugar de rendirme, algo en mí se encendió con más intensidad. No iba a dejar que él decidiera mi destino sin pelear, sin dejar una marca, aunque fuera mínima.

Con el último aliento que me quedaba, levanté una mano temblorosa y la coloqué sobre la suya. No era un gesto de sumisión, sino un desafío. Apreté con todas mis fuerzas, buscando un momento de conexión, de control en medio del caos. Sus ojos se encontraron con los míos, y por un breve instante, vi algo que no esperaba: duda. Su ira titubeó, como si mi resistencia inesperada lo hubiera desconcertado.

Ese segundo de vacilación fue suficiente para que el agotamiento y la furia acumulada comenzaran a desmoronar su control. Su agarre se aflojó levemente, y aproveché la oportunidad para arremeter con una rodilla hacia su abdomen. El golpe, aunque no lo derribó, lo hizo retroceder, soltándome lo suficiente para que pudiera tomar una bocanada de aire.

Él tambaleó hacia atrás, sorprendiendo tanto a él como a mí por la fuerza de mi reacción. Jadeaba, tratando de recomponer su dominio, pero ya no era el mismo. El poder que había ostentado con tanta seguridad ahora pendía de un hilo, su furia chocando contra la realidad de que no me quebraría tan fácilmente.

Él soltó una risa amarga, un sonido que reverberó en la habitación como un eco siniestro, cargado de burla y desprecio. Sus ojos se clavaron en mí con una frialdad que me recorrió la espina dorsal, como si ya hubiese decidido mi destino.

Dio un paso hacia adelante, acortando la distancia entre nosotros, y de un tirón brutal me agarró del cabello, forzando mi cabeza hacia atrás. El dolor fue agudo, pero me mantuve firme, resistiendo la tentación de cerrar los ojos ante su amenaza.

—Es el momento —dijo, su voz impregnada de una oscura satisfacción.

Sangre de mariposas © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora