Capítulo 4: El Fuego de los Ancestros

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La oscuridad de la noche se asentaba sobre las Montañas del Fuego, una vasta cadena montañosa cuya silueta recortaba el cielo estrellado. Las cumbres estaban envueltas en un perpetuo humo gris que ascendía desde las entrañas ardientes de la tierra. Alara y Kael avanzaban por un estrecho sendero, sus pasos resonando sobre la roca dura y quebradiza. A lo lejos, podían escuchar el retumbar del magma y el crujido de la tierra, como un rugido que emanaba del corazón mismo del mundo.

Kael, siempre alerta, caminaba unos pasos por delante, con su espada desenvainada y lista. Alara lo seguía, intentando no dejarse dominar por el cansancio y el miedo que amenazaban con abrumarla. Habían dejado atrás el bosque de Marenor hacía horas, pero los ecos de la batalla todavía resonaban en su mente. La figura luminosa de Seraphiel permanecía en su memoria, como un faro en la oscuridad.

—Este lugar... —murmuró Alara, rompiendo el silencio—. Siento como si el aire estuviera vivo, cargado de algo antiguo.

Kael asintió sin volverse. —Las Montañas del Fuego son el hogar de fuerzas que no pertenecen a este mundo. Aquí, los ancestros de Elarion sellaron poderes que ningún mortal debería tocar. Y es precisamente por eso que debemos tener cuidado. No somos los primeros en buscar lo que está escondido aquí, y no todos han salido con vida.

Mientras hablaba, una corriente de aire cálido los envolvió, cargada con el aroma acre del azufre. Alara miró a su alrededor, sintiendo cómo el paisaje se volvía más hostil. A los lados del sendero, precipicios se abrían hacia profundidades insondables, y las sombras proyectadas por las rocas parecían moverse por sí mismas, como si fueran entidades vivas.

Finalmente, llegaron a una vasta explanada donde se erguía el Templo de los Ancestros. Era una estructura imponente, esculpida directamente en la montaña. Su entrada estaba flanqueada por dos enormes estatuas de guerreros, cada uno con una espada de fuego sostenida en alto. Las llamas, reales y eternas, ardían sin consumir la piedra, iluminando la entrada con un resplandor dorado.

—Hemos llegado —dijo Kael, deteniéndose frente a la entrada. Sus ojos oscuros reflejaban las llamas, y su expresión se tornó grave—. Lo que buscas está dentro, pero también lo están los guardianes del templo. Ellos protegerán el fragmento a toda costa, incluso si eso significa acabar con nosotros.

Alara asintió, sintiendo el peso de la misión en cada fibra de su ser. No había vuelta atrás. Juntos, cruzaron el umbral del templo, y la luz del exterior se desvaneció mientras eran tragados por la penumbra.

El interior del templo era vasto y sombrío, con columnas que se alzaban hacia un techo tan alto que se perdía en la oscuridad. El silencio era total, roto solo por el eco de sus pasos. A medida que avanzaban, Alara sintió una presencia extraña, como si miles de ojos invisibles los estuvieran observando. Había algo en este lugar, algo antiguo y poderoso, que despertaba un temor primitivo en lo más profundo de su ser.

—Ten cuidado —susurró Kael—. El templo está lleno de trampas y engaños. Solo los dignos pueden alcanzar el fragmento.

Continuaron adentrándose en las entrañas del templo hasta llegar a una gran sala circular. En su centro, sobre un pedestal de mármol negro, se encontraba un cristal que brillaba con una luz dorada y pulsante. Era hermoso, irradiando un calor reconfortante que contrastaba con el frío del templo. Alara supo al instante que era el fragmento que buscaban.

Pero no estaban solos.

A medida que se acercaban al cristal, las sombras en las paredes comenzaron a moverse y a tomar forma. De ellas emergieron figuras altas y etéreas, envueltas en túnicas oscuras que parecían hechas de humo. Sus rostros estaban ocultos, pero sus ojos brillaban con un fuego ancestral. Eran los guardianes del templo, seres antiguos encargados de proteger el poder que Alara necesitaba.

—¡Detente! —la voz de uno de los guardianes resonó en la sala, profunda y autoritaria—. Este poder no es para los mortales. Solo aquellos que han demostrado su valía pueden acercarse.

Kael levantó su espada, listo para enfrentarse a las criaturas, pero Alara lo detuvo. Sabía que no podía luchar contra ellos con fuerza bruta. Esto no se trataba de una batalla física, sino de algo mucho más profundo.

—¿Cómo puedo demostrar mi valía? —preguntó, su voz temblando ligeramente.

El guardián más cercano se adelantó, su presencia imponente llenando la sala.

—Debes enfrentar una prueba, joven heredera. El fragmento que buscas está ligado a tu alma, y para reclamarlo, debes superar el miedo más profundo que yace en tu corazón. Solo entonces, serás digna de portar el poder de los ancestros.

Sin previo aviso, las sombras envolvieron a Alara, y el mundo a su alrededor cambió. De repente, se encontró sola en un paisaje desolado, con el cielo cubierto de nubes oscuras y el suelo agrietado bajo sus pies. No había señales de Kael o los guardianes; estaba completamente sola.

El viento aullaba, y en la distancia, Alara vio una figura que se acercaba. Su corazón se detuvo cuando reconoció la silueta: era su madre, la mujer que había muerto cuando Alara era solo una niña. Su cabello oscuro flotaba en el viento, y sus ojos, tan parecidos a los de Alara, estaban llenos de tristeza.

—¿Madre? —la voz de Alara se quebró mientras la figura se acercaba más—. ¿Cómo es posible?

—Alara, mi querida niña —dijo la mujer, su voz era dulce pero cargada de una pena infinita—. Me has fallado. Has permitido que el mal se alce una vez más, y ahora Elarion está condenada.

Alara sintió como si un puñal le atravesara el corazón. Todo el dolor y la culpa que había reprimido durante años brotaron a la superficie, llenándola de un abismo de desesperación. Las palabras de su madre eran como veneno, debilitando su resolución, erosionando su esperanza.

—No... No es cierto —susurró, aunque sus palabras sonaban vacías incluso para ella—. Estoy tratando de salvar Elarion, estoy haciendo lo mejor que puedo.

—No es suficiente —replicó la figura, acercándose aún más, hasta que Alara pudo sentir el frío de su presencia—. Nunca lo será. El destino de este mundo no debería haber caído sobre tus hombros. No eres lo suficientemente fuerte.

La desesperación amenazaba con consumirla, pero en lo más profundo de su ser, una chispa de resistencia se encendió. Alara cerró los ojos, recordando las palabras de Seraphiel, la determinación en la mirada de Kael, y el sacrificio que habían hecho para llegar hasta aquí.

—No —dijo, su voz ganando fuerza—. No soy perfecta, y he cometido errores. Pero no estoy sola. Tengo aliados, amigos que creen en mí, y no les fallaré. Elarion no caerá mientras yo respire.

Cuando abrió los ojos, la figura de su madre comenzó a desvanecerse, su expresión de tristeza transformándose en una sonrisa tenue.

—Esa es mi hija —dijo la figura antes de desaparecer por completo, dejando a Alara sola una vez más.

El paisaje desolado se desvaneció, y Alara se encontró de vuelta en el templo, de pie frente a los guardianes. El cristal dorado seguía brillando en el pedestal, y esta vez, cuando Alara se acercó, las sombras no la detuvieron.

—Has demostrado tu valía —dijo el guardián principal, inclinando la cabeza en señal de respeto—. El fragmento es tuyo, Alara, hija de Elarion. Úsalo sabiamente, pues el poder que ahora llevas tiene la capacidad de salvar o destruir este mundo.

Con un último vistazo a Kael, que la observaba con orgullo, Alara extendió la mano y tomó el cristal. Al instante, sintió una oleada de energía pura recorrer su cuerpo, fusionándose con su alma. No era solo un fragmento de poder; era una parte de ella, una pieza perdida de su ser que ahora estaba completa.

El primer paso en su viaje estaba completo, pero el camino por delante era largo y lleno de desafíos. Con el fragmento en su poder, Alara sabía que ahora tenía una mayor responsabilidad, y que las fuerzas oscuras de Narek no descansarían hasta arrebatárselo.

El Legado de ElarionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora