Por A.J. Briceño
Todo estaba dispuesto cuando Saúl pidió la mano de Elisa. Había esperado cinco años para que su sueño se hiciera realidad. No le hacía falta conocerla; las cartas, a veces tiernas ensalzadas con romance y fantasías, le habían bastado todos esos años. Tampoco podía negar que aquellas cartas impúdicas no le habían agradado. Le encantaba imaginar cómo se vería el cuerpo de Elisa desnudo, excitante, expectante. No se habían mandado fotos en sus cartas, pues ambos coincidían en que eso no hacía falta. Estaban enamorados por lo que eran, no por cómo se veían. Y a ese pensamiento se aferraba Elisa, a quien sus padres y hermanas ya consideraban como una solterona. Después de todo, hasta Leonor, la más pequeña, ya había contraído nupcias. "¡Chivo saltado, chivo quedado!", se burlaban las hermanas menores cuando la veían encaramada en su diván, viendo a través de su ventana, escuchando canciones de amor lastimosas en una vieja radiocasetera, soñando con algún amor no correspondido.
Saúl y Elisa se conocieron a través de una revista, en el respectivo apartado de "Citas por correo". Temerosa, y sabiendo que quizás esa podría ser su última oportunidad, Elisa escribió a la editorial una sencilla nota:
"Nombre: Elisa. Edad: ¿Acaso importa? Pasatiempos: leer y soñar. Busco a: Hombre sensible, inteligente. La apariencia no importa."
Y con esto dio en el clavo, justo en el corazón de Saúl, que ni tardo ni perezoso, encerró en un corazón rojo la tarjeta de presentación de Elisa (junto con otras diez más que también habían dado en su corazón). Mantuvo correspondencia con todas, pero al final, se decidió por la tierna Elisa.Poco después, Elisa recibió el ajuar de novia. Sus padres, que habían visto todo el asunto con escepticismo, casi se fueron de espaldas cuando examinaron el tremendo cargamento que había mandado aquel lejano prometido. Las joyas eran la representación misma de la exquisitez y elegancia y, ¡qué decir del vestido! Nada de telas baratas, se trataba de una hermosa prenda fabricada por una de las casas de novias más famosas de Londres. Pero, como siempre hay un pero, para desilusión de Elisa, el vestido no era de su talla. "Habrá que hacerle unos ajustes", le comentó Saúl en su carta. "Nada que una modista no pueda arreglar". Le envió un dinero extra para tal menester y para que además se diera "un lujito".
—¿Pero de dónde sacaste a ese hombre, Elisa? —se animó a preguntar el padre, aún desconcertado, porque estaba convencido de que su hija ya se había quedado a vestir a todos los santos del pueblo.
—Por correspondencia —respondió ella, con muchísima pena.
La boda estaba prevista para la primavera; los padres otorgaron la autorización por carta, la cual fue enviada como correspondencia exprés, no fuera a ser que aquel rico pretendiente se echara para atrás. Elisa se ocupó de todos los preparativos, extendiendo cheques al portador por aquí y por allá, todos pagados por aquel hombre maravilloso que estaba al otro lado del mundo. Reservó un salón para organizar una gran fiesta, habló con el párroco de la iglesia para que los casara y, con el dinerito extra que le había mandado Saúl, compro un traje nuevo a su padre y un vestido vaporoso a su madre, pero de las hermanas mezquinas ni se acordó.
Con el paso del tiempo, la alegría de Elisa fue convirtiéndose en una mezcla incómoda de ansiedad y nerviosismo. ¿Y si Saúl no la encontraba atractiva? ¿Y si se enojaba poque al vestido habían tenido que añadirle más que unos centímetros en la cintura para que le quedara? Su relación había sido meramente epistolar, idílica, platónica. ¿Cómo sería conocer al hombre que había idealizado por tanto tiempo? Elisa lloraba todas las noches, aferrándose a su vestido de novia, probándose las joyas en su habitación. El espejo siempre le regresaba la misma imagen: era gorda, muy fea, con facciones grotescas y ¿qué decir del cabello? Que, debido a la espera del caballero indicado, ya había comenzado a encanecer.
Tampoco sabía si sería capaz de concebir hijos, no a su edad. Quizás si los tuviera, todos ellos serían estúpidos, como los hermanos de su padre, que nacieron de su madre en su madurez. Con todos esos pensamientos, Elisa se iba a la cama, confiando en que su amor vencería los prejuicios con los que había vivido toda su vida. Confiaba en que el amor de Saúl borraría todas sus penas, todas las burlas que había recibido en su niñez y su juventud debido a su apariencia. Ella siempre había sido la fea, la gorda, la insociable, a diferencia de sus hermanas, que todas parecían haber salido de concursos de belleza.
El tan esperado día llegó. El 15 de abril Elisa fue a la estación del tren, luciendo su mejor vestido, uno amarillo, porque recordó el refrán que reza: "El que de amarillo se viste, a su hermosura se atiene"; y ella anhelaba creer que era bella, con todo su ser. Llevaba flores, amarillas también. Nerviosa, esperó con paciencia cada llegada del tren, esperando ver descender a Saúl en cualquier momento. Él llevaría en el ojal de su saco una flor de color blanco. Cada silbido del tren hacía que el corazón de Elisa se acelerara; era, como quien dice, un manojo de nervios.
Al fin, de uno de los trenes descendió un hombre de estatura baja, vestido con un traje sastre de color verde chillón, llevaba un sombrero y se apoyaba en un bastón. Elisa miró de cerca y se dio cuenta de que aquel hombre diminuto era Saul, pues la flor en la solapa lo confirmaba. Saúl se sacó el sombrero y entonces una calva, que brilló con los lánguidos rayos del amanecer, apareció. Miró a todos lados buscando a su prometida. "La belleza exterior no importaba", se había repetido Elisa todos estos años, porque si a esas vamos, ella tampoco tenía mucho qué ofrecer. Pero al ver a aquel hombre calvo, de apariencia rechoncha y bajita, vistiendo de colores extravagantes, el amor que le había profesado todos esos años se le escapó.
Se dio la vuelta y tiró las flores en las vías, las cuales fueron arrolladas enseguida por la poderosa máquina al ponerse en marcha. Al llegar a casa se quitó el vestido amarillo, guardó en un maletín el vestido de novia, se deshizo de las cartas prendiéndoles fuego en la chimenea, y se arrebujó en su diván preferido, volviendo al viejo hábito de mirar por su ventana, pensando en que la próxima vez, el amor y la hermosura vendrían ahora sí de la mano. Cuando sus padres la encararon por tan escandalosa decisión, ella respondió con aplomo: "Es que estaba muy chaparro".
Saúl, por su parte, luego de buscarla con insistencia por la estación del tren, decidió comprar un boleto para la próxima salida e irse a recorrer el país. En su maleta llevaba todavía las cartas que le habían escrito sus demás enamoradas. Las releería con atención a lo largo de su viaje, y seleccionaría esta vez a la chica correcta. Una vez de vuelta en su país, pidió a la familia de Elisa que le devolvieran el ajuar de novia y apenas lo recibió, se lo mandó a otra mujer que vivía en otro continente. "Hay que hacerle unos arreglos menores al vestido", le aclaró en la carta que le envió a su nueva enamorada, "nada que una modista no pueda resolver, pero aquí tienes un dinerito extra para que le pagues y encima te des un lujito".
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Amor Imposible. Relatos
Short StoryLos autores y autoras de la Resitencia Escrita, comparten esta antología de relatos sobre esos amores que por diversas circunstancias no son posibles, pero que no deja de anhelar el corazón.