Por Mariano Cointte
Argentina, 14 de febrero de 1997
Querida Valentina:
Primero que nada... ¡Felicidades! Y lo digo de verdad, no con impostura. Y también te deseo buena suerte, porque la vamos a necesitar, yo más que vos, muy probablemente.
Tal vez te extrañe esta misiva en un día tan particular, ojalá te atrevas a leerla, porque ambos sabemos de qué se trata. Es esa cosa que quedó sin decir ni hacer, la eterna pausa, esa claudicación del ego que nunca alcanzamos, pero que en secreto ambos esperábamos.
Es irónico que ante los ojos de terceros, siempre fuéramos los más acérrimos rivales, e inclusive hasta enemigos nos consideramos. Pero, a nuestras espaldas, todos murmuraban. Que debajo de esa hostilidad, de ese choque de titanes, lo opuesto estaba a flor de piel. Y a veces, no pocas, nos decían que terminaríamos juntos, a lo que ambos negábamos rotundamente mientras el pecho se nos estrujaba de angustia.
¿Por qué? ¿Dónde comenzó? ¿Qué nos pasó?
La memoria es una amiga poco fiable —en la mayor parte de los casos— pero dicen que las emociones fuertes graban mejor los recuerdos. Será por eso, que tengo vívida tu primera imagen en mi vida. Llegaba yo a tu casa, a jugar con tu hermano mayor, el que con los años se convertiría en mi propio hermano del alma y... apareciste vos, en el marco de la puerta del patio, un huracán de bucles ambarinos con multitud de pecas que enmarcaban unos ojos almendra, y una nariz que parecía un botón; en conjunto, parecías un helado de crema con chispas de chocolate, uno delicioso, que sonreía mostrando orgullosa un diente recién perdido. Con todo el aplomo de mis casi siete años, me acerqué a saludar tus casi seis. Por motivos que en ese entonces desconocía, un calor extraño, agradable (y lo opuesto al mismo tiempo), me subió hasta el rostro —que quedó encendido de rojo, el de ambos debo decir—. Aunque... la memoria puede traicionarme.
No me traiciona cuando digo que en los años siguientes busqué sin cesar tu compañía, aunque tartamudeara cuando me hablabas o, en el peor de los casos, me quedaba paralizado sin saber qué hacer ni decir. Me costaba concentrarme en el juego si lo compartíamos con tus hermanos y me enojaba. A mi alma de niño no les gustaba perder y de alguna forma te culpaba, porque no podía quitar mi mente ni mis ojos de vos. Al mismo tiempo, creo que te ocurría lo mismo, pero diferente. Todas tus artimañas de juego terminaban siempre con alguna broma donde yo era la principal víctima, y eso se prolongó en el tiempo, era como nuestro código secreto para decir «acá estoy, miráme, no me fui».
Recuerdo con una sonrisa, cuando ya teníamos trece o catorce años, y te ofreciste amablemente a prepararnos la merienda a tu hermano y su grupo de amigos, entre los que estaba yo, obviamente. Preparaste la mesa con gran dedicación, volabas de la cocina al comedor con una sonrisa que con cada año era más hermosa, y nos llamaste a merendar. Quedamos asombrados (sobre todo yo) por el despliegue que habías hecho. Nos sentamos y procediste a servirnos una leche con chocolate. Al primer sorbo todos escupieron y corrieron al baño mientras te descostillabas de la risa, pero yo me quedé. Te acercaste y me preguntaste divertida si me gustaba, mientras yo seguía tomando despacio con una sonrisa. Quise decirte que sí me gustaba, vos me gustabas, pero sabía que no te referías a eso, sino a la chocolatada con vinagre que a duras penas seguía pasando por mi garganta.
Peleábamos mucho, cosas tontas, vos, la jefa de facto de tu grupo de amigas, y yo, el anciano adolescente de mi grupo, siempre el más serio y con el humor de perros. Hoy creo que era porque te pensaba todas las noches, desde hacía años, casi toda mi vida. Y el verte tan cerca, y no poder hacer nada, me volvía loco. Y ahora te preguntarás ¿por qué no hice nada? Por mi maldito honor, por eso. Conocía a tu familia desde siempre, era como un hijo más, y tu hermano mayor ya era mi hermano. Sentía que eras una fruta prohibida, no podía romper las reglas de cortesía no escritas de nuestra compleja relación. Si me rechazabas, sentía que tu familia ya no me miraría con buenos ojos y no podría volver a verte, pero si me aceptabas sentía que de alguna forma estaba traicionando esa confianza que me tenían. Era una situación de espada de Damocles. Tenía que vivir en ese momento y disfrutar lo mejor que pudiera, pero que mi pequeña experiencia de quince años, no comprendía. Si hubiera sido un hombre, como ahora, nuestra historia habría terminado de otra forma, con un estallido, y no con un prolongado lamento.
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Amor Imposible. Relatos
NouvellesLos autores y autoras de la Resitencia Escrita, comparten esta antología de relatos sobre esos amores que por diversas circunstancias no son posibles, pero que no deja de anhelar el corazón.