El bosque de la noche eterna: La leyenda de los hijos celestes

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Por Marcos Daniel

Había alguna vez en un tiempo perdido de los registros de la historia, una pequeña niña elfa un tanto singular. De cabellos rizados y tan dorados como hebras de oro; era alegre y los bosques más hermosos fueron su hogar.

La niña en su pueblo era conocida como la nacida solar; piel tan blanca que nunca se quemaba la caracterizaba, y ojos áureos tan brillantes como el sol de la tarde iluminaban a los que la miraban. Diversión resumaba de su ser al sumergirse en el mar de árboles; corría por los rincones ocultos tras los maderos de gran porte y dejaba sus huellas en el barro. Sus pies descalzos, delicados y pequeños, marcaban el camino recorrido con su luz y desde lejos se escuchaba su risa risueña.

Ella era feliz bajo el alumbrar del sol que la perseguía entre las ramas y las hojas, disfrutaba pasear por los alrededores de día.

Pero lo que a ella le interesaba más era otra cosa. Al salir de su hogar y adentrarse más allá de los arbustos, la pequeña tenía un secreto. Mirando a todos lados buscaba encontrarlo, y solo pasaron algunos minutos para que ese deseo se cumpliera.

Desde las sombras más allá de los troncos y las ramas, entre la oscuridad y el silencio distante, allí estaba; un par de ojos de plata asomaban y la miraban, como muchas otras veces había pasado y como ella ya esperaba.

Aquella niña elfa había localizado a su objetivo. Aquel niño que andaba observandola sonrió al ser notado.

Susurraban las lenguas de aquellos habitantes del bosque que en el interior de la penumbra que rodeaba más allá de los árboles, se escondía una criatura de temer; garras de plata y pelaje pintado de noche acechaban en las sombras por el día, cuando el sol caía aquella bestia se ponía a cazar.

Pero nadie más que la pequeña rubia sabía que el que corría por las noches era solo un infante, hijo de licántropos más en específico, el cual siempre intentaba acercarse a ellos, pero que la luz siempre se lo impedía.

Él había nacido en el cobijo de una noche sin estrellas, bendecido desde el primer momento por la luna más brillante; sus ojos se habían tornado de un plateado tan hermoso y profundo como consecuencia de ello, y su cabello había adquirido el tinte que sus alrededores llenos de umbra le proporcionaban. Aquel niño era el hijo de la luna y la noche.

Él no podía salir bajo el sol, él no podía salir de la oscuridad. Solo merodeaba cuando todos los demás dormían y solo jugaba con los animales bajo el brillo de la luna de plata.

O al menos así era hasta que llegó a conocer a su primera y única amiga.

La niña elfa, rubia y de ojos dorados lo miró desde donde el sol la iluminaba, su pequeña figura siendo abrazada por la luz mientras sonreía a su amigo, este último desde la penumbra le devolvió la sonrisa. Ambos se miraron alegremente.

La niña solar no podía adentrarse a aquel lugar oscuro, su piel se marchitaría si lo hacía y su cabello perdería color. El niño lunar no podía salir de su oscurecido escondite, su piel se quemaría si salía al sol y sus ojos perderían la vista al sentir su calor. Ninguno podía acercarse al otro.

Pero eso no fue un impedimento para su amistad. La niña sacó algo del bolsillo de su falda un extraño pergamino. El otro pequeño reconocía aquello y se alegró aún más.

La niña solar se sentó y escribió con su dedo en él. Aquel artículo era una reliquia mágica que su familia conservaba, ella lo había tomado discretamente de su padre con un propósito.

Las letras se fueron escribiendo en el pergamino con forme el trazo del dedo de la niña trazaba sus intenciones en palabras. Una vez hecho, lo enrolló y lo tiró hacia la oscuridad.

Amor Imposible. RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora