I. QUEDARÁ EN NUESTRA MENTE

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Juanjo

El día había sido largo, como todos últimamente. Entre las clases, el trabajo, y la rutina, Juanjo se sentía agotado, como si la vida lo arrastrara sin tregua. Hace tiempo que venía sintiendo cómo su energía se drenaba lentamente, cada día un poco más. Era como si su vida se desarrollara dentro de una jaula invisible, una que lo contenía, lo mantenía atrapado. Esa jaula, sin embargo, no era estática; tenía algo de cruel. A medida que los días pasaban, parecía llenarse cada vez más de agua, subiendo poco a poco, hasta que algún día llegara a un punto en el que no podría respirar, ahogándose dentro de ella. Era una sensación que lo acompañaba desde hacía meses, o quizás años, un peso que lo aplastaba sin cesar.

Las horas se sucedían, monótonas, todas iguales, una tras otra, sin dejarle un respiro. Las mañanas comenzaban demasiado pronto, con la alarma que lo arrancaba de sus sueños y lo arrojaba sin piedad al mundo real. A veces, en esos primeros instantes de la mañana, cuando aún estaba entre dormido y despierto, tenía la vaga esperanza de que algo en su vida cambiara, de que de alguna manera se permitiera salir de la jaula que lo mantenía encarcelado. Pero tan pronto como ponía los pies en el suelo, esa esperanza se desvanecía, y la rutina volvía a caer sobre él como una pesada manta.

Las clases en la universidad eran una sucesión de tareas, trabajos y exámenes que parecían no tener fin. Estudiaba Filología Inglesa, una carrera que siempre le había apasionado. Desde niño, Juanjo había sentido una fascinación por las palabras, los idiomas y la literatura. El inglés, en particular, había capturado su imaginación. No solo por la lengua en sí, sino por todo a lo que podía acceder a través de esta: libros, películas, canciones, culturas. Durante el primer año de la carrera, había disfrutado cada clase, cada nuevo libro, cada nueva palabra que aprendía. Pero últimamente, esa pasión se había convertido en una carga.

No era que ya no le gustara lo que estudiaba; el problema era su falta de motivación. El estrés y la presión de las expectativas, tanto propias como ajenas, lo habían aplastado. Este segundo año de carrera, a pesar de su esfuerzo, no estaba aprobando los parciales para la evaluación continua, ni siquiera lograba concentrarse en estudiar por más de diez minutos seguidos. Los libros que antes devoraba con entusiasmo ahora se acumulaban en su escritorio, sin abrir, como un recordatorio constante de todo lo que no estaba logrando. Cada vez que intentaba sentarse a estudiar, su mente se llenaba de pensamientos de fracaso, de dudas, de esa sensación de que nada de lo que hacía era suficiente.

Luego estaba el trabajo, que aunque solo era de medio tiempo, le consumía la energía que le quedaba después de las clases. Trabajaba en una pequeña librería del centro, un lugar acogedor y tranquilo, pero incluso ahí, rodeado de los libros que siempre habían sido su refugio, sentía el peso de la jaula. No podía disfrutar de la lectura como antes; cada página que pasaba era un recordatorio de lo lejos que estaba de los mundos que tanto había llegado a amar. Los clientes llegaban y se iban, y Juanjo atendía a cada uno con una sonrisa automática, sin realmente sentirla.

Pero había un momento del día en el que todo cambiaba, aunque fuera solo por un breve instante. Ese momento llegaba al final de la tarde, cuando el sol comenzaba a descender en el cielo y los tonos cálidos del atardecer inundaban su habitación. Era el único momento del día en el que sentía que podía escapar, aunque fuera brevemente, de la jaula en la que vivía. Durante esos minutos, cuando el cielo se teñía de naranjas, rosados y dorados, todo cobraba sentido de nuevo. Se sentía como si la puerta de la jaula se abriera un poco, permitiéndole salir a tomar aire para luego volver a cerrar sus puertas.

Esa tarde no era diferente en apariencia. El sol ya había comenzado su descenso, y Juanjo se encontraba, como de costumbre, sentado junto a la ventana de su habitación. La ventana daba a un patio interior que compartía con otros edificios, pero en ese momento, no le importaba la vista. Lo que le importaba era el cielo, los colores que se desplegaban ante él como una obra de arte en constante cambio. El cielo se teñía de esos tonos cálidos que tanto le gustaban, los mismos que lo hacían olvidarse del ajetreo diario, de la presión, del agotamiento.

La música de fondo, "Quedará en nuestra mente" de Amaia Romero, fluía suavemente, acompañando el crepúsculo. Era una canción que había escuchado cientos de veces, pero que nunca se cansaba de oír. La voz de Amaia tenía algo de melancólico, algo que resonaba con sus propios sentimientos, y la letra hablaba de recuerdos, de momentos que se quedaban grabados en la mente, como si fueran parte de uno mismo. Juanjo cerró los ojos y respiró profundo, permitiendo que la serenidad del momento lo envolviera. En esos instantes, era como si el tiempo se detuviera, como si el mundo dejara de girar por un momento, y solo quedara él y el cielo.

Cuando abrió los ojos, fue entonces que lo vio.

En el edificio de enfrente, justo en el balcón del segundo piso, alguien más estaba observando el atardecer. No era la primera vez que veía ese balcón; de hecho, lo había mirado muchas veces antes, sin prestarle mucha atención; era bonito, estos últimos días habían ido apareciendo en este nuevas plantas de diversos colores y tamaños. Pero esa tarde, algo era diferente. Había alguien ahí, un chico de su edad, tal vez un poco más joven, con el cabello algo alborotado y, aunque debido a la distancia no lo podía ver bien, sí podía apreciar una expresión tranquila en su rostro. La luz dorada del ocaso lo iluminaba de manera casi mágica, resaltando los contornos de su figura y creando un halo suave a su alrededor.

Juanjo sintió un pequeño sobresalto en el pecho, una mezcla de sorpresa y curiosidad, ¿cómo no había notado antes que alguien más compartía su pequeño ritual? Siempre había creído que esos minutos del atardecer eran solo suyos, un momento de paz que había encontrado en medio del caos de su vida. Pero ahora, al ver a ese chico, se dio cuenta de que no estaba solo. Sus ojos se quedaron fijos en él, observando cómo el chico se inclinaba ligeramente sobre la barandilla, únicamente con unos pantalones y con el torso al aire, observación en la que Juanjo intentó no hacer mucho hincapié por respeto al chico. Lo vio disfrutando del espectáculo celestial con una calma que Juanjo reconoció en sí mismo. Era como si ambos estuvieran conectados de alguna manera, como si compartieran algo más que la simple vista del atardecer.

No supo cuánto tiempo pasó mirándolo, pero el chico debió de sentir su mirada, porque en un momento dado, giró la cabeza y sus ojos se encontraron. Juanjo se tensó por un instante, sin saber cómo reaccionar. Nunca había sido muy atrevido, y por lo tanto, su primer impulso fue apartar la mirada, fingir que no lo estaba observando, pero algo lo detuvo. Había algo en la mirada del chico que lo mantenía ahí, que lo hacía incapaz de romper ese contacto visual. Era una mirada suave, tranquila, pero con una profundidad que lo sorprendió. El chico no parecía molesto ni incómodo por ser observado; al contrario, le dedicó una leve sonrisa, tan sutil como el ocaso mismo, y levantó la mano en un saludo pausado.

Juanjo sintió que el corazón le daba un vuelco. No era una sonrisa cualquiera. Era la clase de sonrisa que te deja sin aliento, que te hace preguntarte si has estado viviendo en un sueño del que ahora acabas de despertar. Había algo en esa sonrisa que lo desarmó, algo que lo hizo sentirse vulnerable de una manera que no había experimentado antes. Sin pensarlo demasiado, Juanjo levantó la mano en respuesta, sintiendo cómo el calor del atardecer se extendía desde su pecho hasta sus mejillas. Era un gesto simple, casi insignificante, pero en ese momento, significaba mucho más.

El chico asintió suavemente, como si estuviera reconociendo una conexión tácita entre ambos, y volvió su atención al cielo. Juanjo, sin saber muy bien qué hacer, hizo lo mismo, aunque ahora su mente estaba lejos de los colores del ocaso. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, mezclándose con emociones que no podía identificar del todo. Se sentía confundido, pero al mismo tiempo, una extraña sensación de calma lo invadía. Era como si, de repente, todo lo que había estado sintiendo, toda la presión, el agotamiento, la sensación de estar atrapado en una jaula, se hubiera disipado, aunque fuera solo por un momento.

Cuando la última luz del sol desapareció, Juanjo seguía pensando en la sonrisa del chico. En cómo, de repente, el atardecer se había transformado en algo más que su momento de paz, en algo que ahora compartía con un desconocido que, sin saberlo, había logrado sacudir su mundo. Apagó la música y se quedó en silencio, mirando la oscuridad que comenzaba a envolver el patio. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía la necesidad de escapar de la jaula. No sabía quién era ese chico, ni por qué su sonrisa lo había afectado tanto, pero una cosa era segura: quería volver a verlo.

OPACAROFILIA- JUANJO Y MARTINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora