Un Relato Olvidado de Teutoburgo

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Allende en las fronteras germanas, frontera entre civilizaciones distintas, donde la vida podía ser traicionera y cruel, el estruendoso ruido de una marcha rugía y retumbaba entre los bosques del área, eran pues, soldados de Roma, enviadas para pacificar y civilizar a los inmundos e incivilizados germanos, hombres que solo se valían por la fuerza bruta.

Solo se necesitaba de un poco de cultura para tener un buen aliado fiel a Roma. Fue así pues, que el emperador Augusto de Roma envió a un hombre de confiar, Publio Quintilio Varo, un hombre que valía más para recaudar impuestos que por ser un buen militar. El hombre perfecto para un problema poco serio.

Un pequeño destacamento se puso en marcha junto con Varo, más por un acto protocolar que por un problema serio. Entre esos soldados, se hallaba un hombre llamado Paulus Licinius Asina. Un hombre que aspiraba a grandes sueños, demasiado grandes.


Proveniente de las clases bajas, Paulus había sido un hombre entrenado y preparado para luchar por Roma. Ya había demostrado su valía en los entrenamientos, lo suficiente para no ser tan idiota. Tenía el entusiasmo, el honor y la preparación para esto, y sobre todo, tenía aspiraciones, deseaba ser algo más que un simple soldado corriente.

Deseaba ser un general, tal vez incluso gobernar toda Roma. Alguien a la altura del mismísimo Julio César o del gran "Africano" Cornelio Escipión. Maldición, tal vez un escalón más alto y ser tan admirado como el mismísimo Marte.

Un hombre respetado por sus seguidores y temido por sus adversarios.

El primer paso ya lo había dado, ingresar en las fuerzas de Roma. Sería un camino largo y duro, pero que él estaba dispuesto a cumplir. Tenía las nobles y civilizadas costumbres romanas, solo le faltaba demostrar de lo que era capaz en combate, los dioses le brindarían esa oportunidad tarde o temprano. Y vaya que lo harían...

Era el año 9 d.C., Varo junto con su pequeño destacamento, marchaban hacía a un campamento cercano, pues el invierno estaba a la vuelta de la esquina y no era buena idea estar fuera a merced de las crueles tormentas heladas. Y a decir verdad, era el único problema que habían tenido que enfrentar. Si es que eso resultaba ser un problema.

Las legiones marchaban a paso firme. Su paso por el embarrado bosque resonaban por los alrededores, haciendo callar a cualquier animal que estuviera en los alrededores. Decenas, cientos de hombres marchando al unísono, haciendo temblar el suelo a su paso. No había lugar donde no parecieran imponentes. Su fuerza y números eran tal que probablemente cualquier enemigo lo pensaría dos veces antes de atacarlos. La noche se acercaba y con ella, una lluvia que no tenía intenciones de desaparecer pronto. Por suerte para ellos, el campamento no estaría lejos. Un pequeño esfuerzo atravesando un pequeño bosque y estarían a salvo.

No parecía algo complicado en lo absoluto, de no ser porque, por obra de los dioses, un fuerte diluvio cayo encima de todo el ejército, eso no hacía más que limitar aun más, la escasa visión de los soldados. Era como si los dioses estuvieran de mal humor en ese entonces, o como Paulus lo veía, como una prueba de su valor.

Aquella teoría suya se fortaleció con las fuertes ráfagas de viento que azotaban como látigos.

Aquello no podía empeorar más, ¿verdad?

Una vez más, la naturaleza mostraba quien mandaba. Era tal el diluvio, que los pasos de las legiones que antes retumbaban entre los alrededores era opacado por la tormenta.

Los soldados marchaban con dificultad, protestando y quejándose del mal momento que atravesaban, y por si fuera poco, el barro comenzaba a dificultar aun más el movimiento.

Todo eso había llegado al colmo cuando un estruendoso ruido resonó alrededor de ellos. Eran las trompetas del mismísimo infierno, y entonces, una lluvia de flechas cayo sobre el ejército romano.

Esto era lo que Paulus buscaba, una prueba, una oportunidad de los dioses para demostrar que sería más que un simple auxiliar. Un soldado debía estar listo en cualquier momento, el peligro podía venir de cualquier lugar, en cualquier momento.

Esta era la primera prueba que los dioses le habían dado.

Tarde lograron reacciones los romanos hasta que empezaron a caer soldados y varios gritos a los alrededores. Pero estaba muy claro, era una emboscada.

Aquel auxiliar Paulus vio como todo sucedía en cámara lenta, hombres luchando alrededor, flechas cayendo alrededor de ellos; los gritos, el ruido de la lluvia y los choques de armas ensordecieron sus oídos, y él solo podía alcanzar a mirar como todo sucedía.


Era como si estuviera en un trance. Un trance que desapareció cuando un gritó lo saco de sus pensamientos.

¡Manténganse firmes! ¡no rompan la formación! - ordenó rápidamente el capitán de su grupo, un intento desesperado de reaccionar y responder a la amenaza, aunque el daño se había concretado. Decenas de soldados muriendo en tan solo un momento sorpresivo. Los soldados obedecieron ciegamente las ordenes. Después de todo, la primera virtud de un romano de pura sangre era la obediencia y disciplina, y ahora más que nunca debían demostrarlo, y más cuando el pánico y la desesperación tocaba en lo más profundo del ser.


Pero, ¿Cómo podría estar uno preparado para tal escenario desfavorable? Incluso el más experimentado de ellos se hallaba desorientado y aturdido. En el fragor de la batalla, la frágil moral de los romanos se desmoronó y, lo más temido sucedió, poco importaron las ordenes, el instinto de supervivencia tomo protagonismo. Los soldados se retiraban despavoridos a los pocos segundos, ¿adonde? A donde sea. Se adentraban a la oscuridad de aquel bosque espeso con la esperanza de salvar sus vidas. Ay de ellos, nadie estuvo allí para advertirles que aquel sería el último error que cometerían. Mientras tanto, los pocos soldados que quedaban en pie se mantenían firmes luchando, entre ellos Paulus, quien, se engañaba a si mismo que esto era obra de los dioses. Si, debía serlo, no podía tratarse de una mala suerte.

Se engañaba a si mismo, una vana excusa para ignorar que sus compañeros y amigos estaban siendo cruelmente masacrados por bestias salvajes, demonios del mismísimo averno sedientos de sangre.

Lamentablemente, esto no era ninguna prueba, esto ni siquiera fue planificado y lamentablemente, la supervivencia que no estuvo a favor de Paulus, pues una jabalina había caído en su estomago derribándolo en el suelo. Lo único que pudo ver mientras su sangre pintaba el arma que lo atravesaba fue a sus compañeros luchando y cayendo a manos de los aquellos abominables demonios, en medio de una fuerte tormenta, en una noche fría, en un bosque lejos de casa. Sus oídos se ensordecían por el grito agonizante de sus compañeros que luchaban en pos de su supervivencia. Otros, se iban por lo fácil y huian. Soldados y comandantes por igual, el rango no importaba.

Todo se hacía mas oscuro...

Los últimos pensamientos que pasaron por la mente de Paulus Licinius Asina fue que iba a morir lejos de casa, que sus sueños nunca se cumplirían.

Su muerte no estuvo exenta de dolor y humillación. Ni la historia ni su patria lo recordarían y probablemente su familia tampoco. Jamás pudo volver a casa, su familia jamás nunca supo de él. Sus restos no llegarían a casa, ni siquiera sería enterrado ni velado dignamente.






Su muerte fue patética.


Incluso las más difíciles pruebas les tocaban a los más débiles, y los más experimentados podían ser desbordados. Los dioses suelen tener un sentido del humor bastante retorcido a veces.

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⏰ Última actualización: Aug 31 ⏰

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