El Cristal de Sangre

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"Después de abandonar las tierras orientales, el portador del Hacha Negra bordeó las costas del Mar de Quad y se adentró en el continente sureño, una tierra plagada de peligros y espeluznantes leyendas. Un territorio que alguna vez albergó a poderosas naciones que esclavizaron al mundo con el terror de la nigromancia".

Anales de la frontera, libro XXX

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EL CALOR REPTABA POR LOS MUROS de barro cocido y se concentraba sobre la multitud que se congregaba en la plaza de la fortaleza. La mayoría eran viajeros que buscaban aprovisionarse de agua y vituallas antes de adentrarse en el siniestro desierto Blanco, un erial que abarcaba la tercera parte de la extensa superficie del continente meridional. Algunos afirmaban que alguna vez aquel yermo calcinado había sido un verdadero edén, un fértil paraje bendecido por los dioses en una era de dorado esplendor; no obstante, de aquellos días no quedaba otra cosa que ruinas devoradas por las arenas, un macabro recordatorio del destino que le esperaba a los grandes imperios con el inexorable paso del tiempo.

En medio de la algarabía de los camelleros y los tratantes de esclavos, cuatro fornidos porteadores se abrían paso con dificultad; los transeúntes se apartaban de mala gana, pero guardaban silencio al advertir las dagas afiladas que refulgían en las faldillas de lino que cubrían aquellos cuerpos nervudos, tostados por el sol. Cargaban una silla sobre los hombros en la que se bamboleaba un sujeto de edad mediana, ataviado con una llamativa túnica de seda carmesí con filigrana de oro; se cubría la cabeza con un turbante negro y sus rasgos aguileños y la espesa barba aceitada daban fe de sus orígenes australes. Cruzaron la explanada abarrotada de vendedores y curiosos, alejándose del implacable castigo del astro rey. Después de desviarse por una amplia calleja, desembocaron en una plazoleta rodeada de casas de ladrillo de una y dos plantas; el individuo sobre la litera levantó una mano regordeta plagada de anillos, y los porteadores se detuvieron enfrente de una casucha de mal aspecto. Un mendigo se acercó con un cuenco pero uno de los mozos le alejó de un violento empellón. Del interior del recinto emanaba un fuerte efluvio de comida sazonada y sudor; después de traspasar el umbral, el mercader le echó un vistazo a los pocos clientes repartidos entre las vetustas mesas, en su mayoría se trataba de gente humilde y de algunos guardianes de la muralla que destacaban por sus cotas deslustradas. Arrugó la nariz y evadió una desagradable mancha marrón en medio del enlosado; un sujeto de rasgos aceitunados se acercó con un gesto servil, estiró la mano pero la retiró de inmediato al captar la expresión desdeñosa del recién llegado.

-¿Dónde está? -inquirió con sequedad el sujeto de barba aceitada.

El aludido dio un respingo y se pasó las manos por el delantal mugriento, anudado a su cintura.

-Arriba, en la primera habitación -susurró con inquietud, mordisqueándose los labios.

El mercader esgrimió una leve sonrisa y enfiló hacia las estrechas escaleras que conducían hasta la segunda planta.

A pesar de ser casi mediodía, dos antorchas alumbraban el lúgubre corredor del piso superior; el mercader se detuvo y estudió la espesa penumbra que le rodeaba. Un súbito arrebato le revolvió las entrañas al percibir la presencia del peligro, de la misma manera que un venado advierte la cercanía del león entre el follaje. Retrocedió y le ordenó a uno de sus sirvientes que encabezara la marcha; al captar el malestar de su amo, el fornido porteador no dudó en echar mano de la faca que cargaba consigo.

Las sandalias hicieron crujir la madera bajo sus pies al avanzar con cautela. De pronto, la tea más cercana parpadeó y apenas pudo ver a la ágil figura que se le arrojaba encima, intentó reaccionar, pero se vio sofocado por unos brazos de acero que le dominaron como a un alfeñique. Se revolvió con furia pero quedó petrificado al sentir el beso gélido del acero sobre la garganta; su terror se multiplicó al descubrir la frialdad que emanaba de los grises orbes de su captor.

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