IV

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EL GUERRERO UTILIZÓ EL ABRIGO de los roquedales para alcanzar las escarpadas faldas de la colina; se agazapó en la sombra y estudió con detenimiento el paraje que tenía enfrente. Después de un buen rato, descubrió un tortuoso sendero que se insinuaba entre los peñascos que descollaban a orillas del risco, al acercarse, advirtió que aquellas rocas eran los remanentes de lo que alguna vez fueron las efigies de los guardianes de Marj-Khabev. A pesar del paso de los eones aún conservaban un aire macabro que consiguió apretarle el corazón; se desentendió de aquellas espeluznantes moles y fijó la atención en los desgastados escalones que conducían hasta la cima, respiró hondo y rogó la protección del Señor de la Forja antes de poner pie en aquel lugar impío.

Después de media clepsidra alcanzó su meta; se dejó caer sobre el firme y agradeció la súbita corriente que apaciguaba el sofoco que le embargaba; desplazarse en aquel calor infernal había multiplicado sus esfuerzos. Bebió un largo sorbo de agua y admiró el paisaje que se abría ante sus ojos, leguas de blancas arenas dominaban aquel yermo hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo fue el espectáculo que le esperaba al otro lado del cerro el que le dejó mudo; enraizada sobre un extenso terraplén, se encontraban los restos de una muralla, y tras ella, sobresalían decenas de agujas de piedra negra que se erguían orgullosas por encima de las cúpulas y los edificios devorados por las arenas. Aquí y allá, asomaban minaretes y torres derruidas que aún conservaban las cicatrices de la milenaria guerra que había puesto fin al tiránico reinado de Ulgthur-Khan. Argoth estaba impresionado, durante su constante deambular no había visto nunca una urbe de tales características; hasta las capitales imperiales del oeste palidecían ante la grandeza de aquella metrópoli pérdida. Pero todo aquello pasaba a un segundo plano al percibir el aura de malignidad que parecía tejerse a través de los muros y atalayas abandonadas, como una red de invisible oscuridad.

El hachero avanzó con cautela, consciente de que cualquier cosa podría suceder desde aquel momento; un creciente desasosiego le apretaba el corazón a medida que se adentraba en aquellos vestigios; sus propias pisadas resonaban como tambores de guerra en medio de aquel agobiante silencio. Tras dejar atrás un grupo de sinuosas callejuelas, se encontró en medio de una plazoleta circular, adornada con estatuas de bronce. Un temor primigenio le revolvió las entrañas al contemplar aquellas formas monstruosas inmortalizadas en metal, alejó la atención de aquellas herejías y buscó una vía que le condujera hasta centro de la urbe, utilizando como guía las imponentes agujas negras que sobresalían por encima de las ruinas; algo en su interior le aseguraba que allí hallaría lo que buscaba. Después de un buen rato, sus esfuerzos se vieron recompensados con las huellas frescas que encontró sobre la arena; sin perder de vista aquel rastro, se deslizó como un lince a través de los rincones oscuros que le ofrecían los edificios abandonados. Se pegó a un muro repleto de frescos; estudió aquella pintura pálida y desconchada, y se agitó ante las escenas de espantosa mutilación que representaban. Entonces sus aguzados instintos se dispararon al advertir una presencia cercana, el inconfundible efluvio de los cuerpos humanos llegó hasta sus fosas nasales. Se agazapó tras un soportal y siguió con la mirada a los sujetos que doblaban la esquina, la ira le caldeó el corazón al reconocer las túnicas y los turbantes de los asesinos de sus camaradas; apretó la empuñadura de la daga y esperó a que desaparecieran por una calleja que conducía hasta el centro de la urbe.

El grupo dejó atrás la vía adoquinada y se adentró en una inmensa explanada, circundada por media docena de minaretes profusamente tallados, en medio de aquella plaza, se elevaban las imponentes agujas que dominaban la ciudad. Argoth aguantó el aliento al advertir el horror silencioso que palpitaba en aquellas macabras construcciones. De inmediato comprendió que el aura perversa que cobijaba a Marj-Khabev provenía de aquel lugar; algo se revolvió en sus entrañas al vislumbrar la posibilidad de ingresar allí. Encajó la mandíbula y se maldijo por aquel ataque de debilidad.

El Cristal de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora