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EL HACHERO EMERGIÓ EN EL PASILLO y siguió con cautela los pasos de la fémina. Sin perder de vista la estela de las antorchas, se introdujo en una apretada escalinata que desembocaba en un amplio portal, tallado con escenas dantescas; la tea que ardía sobre el muro dotaba de un aura espectral aquellos inquietantes grabados, plagados de figuras demoníacas. Los ojos del guerrero se clavaron entonces sobre la mujer y su comitiva mientras desaparecían a través del umbral. Al verles aparecer por encima de la tribuna, un clamor colérico brotó de los encapuchados que colmaban el templo. Con un estremecimiento, Argoth comprendió que aquel rito impío estaba a punto de iniciar; se arrastró hasta el acceso y contempló con asombro el espectáculo que se abría ante sus ojos.

El altar se encontraba al menos ocho codos por encima de las graderías, y era separado de éstas por la piscina de brea ardiente; en medio del ara se encontraba una abertura circular de la cual sobresalía una pesada cadena de bronce que pendía del techo. Un viejo puente de madera comunicaba el portal con la tribuna del altar, abajo, la brea chisporroteaba enfurecida y amenazaba con devorar la estructura del vetusto pontón.

La algarabía impulsó a Argoth a volver la mirada hacia los miserables que eran arrastrados hasta el altar. Apretó los dientes al reconocer a los supervivientes de la caravana; algunos apenas podían caminar y eran azotados sin misericordia por unos sujetos ataviados con pieles de lobo. Fueron izados hasta la plataforma a través una escalerilla que emergía de las gradas.

Entonces un crujido espeluznante retumbó en los muros y aceleró la respiración del hachero. Se trataba de un traqueteo lento y pesado que parecía surgir de las mismas entrañas del averno; los eslabones de bronce se movieron por primera vez en siglos, y desde el fondo del estanque, surgió una roca que palpitaba como un gigantesco corazón.

Argoth sintió una punzada y percibió el calor que emanaba la hoja que aferraba entre los dedos, señal inequívoca de la macabra corrupción que latía en el desconcertante objeto que emergía de las flamas.

El pedrusco encajó en la abertura con un crujido seco y una luz cobró vida en su interior. De inmediato una iridiscencia sangrienta bañó los muros del edificio, sumiendo a los presentes en un silencio sepulcral; el fulgor maligno del Cristal de Sangre despertaba después de miles de años. Hipnotizados por el poder de la joya, los adoradores de Etzahel cayeron de rodillas y clamaron los obscenos nombres de los señores de las catacumbas.

Argoth sintió el poder electrizante del Hacha Negra recorriendo cada fibra de su cuerpo. Contempló con turbación el resplandor enloquecido de las runas, e imaginó que la hoja se resistía a su dominio, influenciada por el poder de aquella alhaja infernal; aferró el mango, aguantando las oleadas de dolorosa energía que le mordían la piel, hasta que consiguió doblegar toda resistencia. De nuevo era uno con aquel metal oscuro, una comunión forzosa que tan sólo los dioses podían entender.

En ese instante, la mujer se libró de la capa escarlata y develó su cuerpo desnudo. Los ojos del hachero recorrieron aquellas formas sinuosas y se detuvieron en los senos turgentes y las nalgas firmes sobre las que se derramaba una cascada de cabello oscuro y brillante. Una escena irreal en medio de la podredumbre que reptaba aquellos muros malditos. Fascinado por esta mezcla de belleza y perversidad, contempló los caracteres curvilíneos que cubrían la figura sudorosa de la sacerdotisa; parecían moverse como una serpiente oscura a través de su piel dorada, mientras iniciaba una extravagante danza alrededor del sujeto que había sido atado a la cadena, con la loza refulgiendo bajo sus pies. Hipnotizado por el inquietante cántico que brotaba de las graderías, el cautivo seguía los frenéticos movimientos de la mujer con una mezcla de horror e impotencia. La sacerdotisa se desplaza de un lado para otro en medio de un lascivo bailoteo, al tiempo que la monserga de sus seguidores hacia eco en las paredes de piedra, cobrando cada vez más fuerza. De pronto, sin previo aviso, el cántico se detuvo en su punto más álgido y la mujer cayó rendida ante el prisionero.

El Cristal de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora