III

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POR DOS INTERMINABLES jornadas avanzaron a través del lecho reseco. A medida que se sumergían en aquel inquietante yermo, los miembros de la expedición se tornaban cada vez más taciturnos; las canciones y las risas de los primeros días habían dado paso a un desasosegante mutismo; el único sonido que les acompañaba era el traqueteo de los carromatos y el lamento de las bestias. Argoth experimentaba un intenso sopor que drenaba sus energías como un parásito insaciable, además, las palabras de Tarus retornaban a su mente al vislumbrar los parajes que le rodeaban; leguas y leguas de impresionante desolación, castigadas por un viento hostil que se empeñaba en retrasar su avance. Imaginó que tan sólo la maldad podría medrar en aquel erial que amenazaba con devorarlos.

Dejaron atrás la extensa cañada y se encontraron con un valle plagado de florecimientos rocosos; formas inquietantes que se alzaban por encima de sus cabezas como monstruos congelados en piedra. Al fondo de la explanada se elevaba un altozano que rivalizaba con el desierto que dominaba el paisaje. Había algo antinatural acerca de aquel lugar y Argoth experimentó un curioso hormigueo al contemplar aquel cerro en medio de la nada; al parecer no era el único que se veía invadido por la incertidumbre, ya que varios miembros de la expedición intercambiaban miradas de preocupación.

De manera inconsciente fijó la vista en el carromato que transportaba a Ebrahim, el mercader había saltado del pescante para repartir órdenes y preparar el campamento; se mesaba la barba con ansiedad sin apartar la vista de la colina. Los ojos del hachero se posaron entonces en la carreta, intentando vislumbrar alguna señal de la misteriosa mujer que les acompañaba.

Las sombras comenzaron a reptar sobre el valle. Argoth se arropó en la capa y se estremeció al percibir el gemido lastimero arrastrado por el cierzo; el espeluznante silbido se multiplicaba en su cabeza como una advertencia sobrenatural. Un profundo desasosiego le atenazó, algo macabro infectaba aquel lugar, podía sentirlo en cada fibra de su cuerpo; echó mano de la segur y el contacto con el acero labrado consiguió aliviar la zozobra que comenzaba a cobrar fuerza en su pecho.

Después de aquello, la noche transcurrió lenta y agobiante; el silencio se apoderó de los hombres concentrados en las hogueras, mientras cenaban con desgana y volvían la vista hacia la densa oscuridad que les envolvía, rogando la protección de los dioses. Emut organizó una doble guardia en los extremos del vivaque, consciente de que aquello aliviaría el desasosiego que abrumaba a los miembros de la expedición; estaba seguro de que al amanecer todo regresaría a la normalidad y continuarían el camino sin problema.

El hachero despertó cuando faltaban al menos tres clepsidras para el alba; una sensación gélida le erizó los vellos al constatar el agobiante mutismo que le rodeaba. Aferró el hacha y aseguró los cuchillos al cinto, advirtiendo el aura siniestra que se extendía por doquier, como una garra invisible apretándole la garganta. Con esfuerzo consiguió controlar el temor que le revolvía las entrañas; permaneció en silencio e intentando captar algo en medio de las tinieblas, para luego arrastrarse con el sigilo de una serpiente en dirección a los carromatos. Volvió la vista y captó con el rabillo del ojo el candil que ardía en el carro de Ebrahim; respiró hondo y decidió echar un vistazo a su interior, estaba seguro de que allí desentrañaría el enigma de aquella expedición.

Un olor a incienso atacó sus fosas nasales al poner pie en el pescante, descorrió la lona y notó dos grandes arcones de cedro arrumados en un rincón; el brillo amarillento de una lámpara de aceite se insinuaba detrás de una cortina de seda. Sintió un escalofrío al captar el cuerpo postrado sobre el jergón; se acercó con lentitud y quedó paralizado al advertir el rostro ceniciento de Ebrahim. Percibió de inmediato el olor almendrado del veneno flotando en el aire; el mercader le miraba con un gesto de espanto desde unos orbes apagados; Argoth rozó la piel fría y comprendió que nada podría hacer por aquel miserable. Entonces reparó en el trozo de pergamino que yacía a sus pies; lo acercó al candil y estudió los extraños caracteres que llenaban el mapa. Se sobresaltó al descubrir que aquella caligrafía curva se asemejaba a las runas talladas en la hoja del hacha, sin embargo, apartó aquella inquietante revelación al captar la nota escrita en lengua común sobre la parte superior de la vitela. La palabra Marj- Khabev destacaba en tinta negra; la sangre se enfrío en sus venas al recordar el relato que había escuchado de labios de Tarus. Arrugó el trozo de piel y maldijo al sureño por haberle arrastrado hasta aquella madriguera; presa de la ira, decidió salir de allí y abandonar a aquellos necios a su suerte.

El Cristal de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora