CAPITULO CUATRO

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Selin

Emir estaba afuera jugando. Yo terminaba de preparar la cena. Había puesto algo de música en la radio, y justo estaban pasando a un cantante nuevo que resonaba en mis oídos, suave y esperanzador. Ese día había estado lloviendo, y gracias a ello entraba por la ventana de la cocina el aroma a tierra mojada, evocando recuerdos de días más felices que me hicieron sonreír más de una vez. Intenté moverme al compás de la música, pero era igual de mala para ello que con las matemáticas; ambas eran batallas que no podía ganar.

A pesar de eso, no me importaba; solo quería disfrutar del momento. Sin embargo, el sonido de la puerta abriéndose y unos pasos pesados acercándose hizo a mi corazón tambalear. Supe de inmediato que mi tarde bonita había llegado a su fin. Entonces, el horrible olor a alcohol me golpeó, y contuve la respiración, como si eso pudiera ahogar la realidad que se acercaba.

—¿No le vas a dar un beso a tu padre? —dijo, y mi estómago se retorció, acabando con mi deseo de que su presencia no fuese más que imaginaciones mías.

Tragué saliva, el nudo en mi garganta era casi insoportable, y me giré, dispuesta a enfrentar lo que no quería ver. Él se había dejado caer en el sofá, con toda su ropa mugrienta. Tenía una botella en la mano, que estaba prácticamente vacía, como si su vida dependiera de ese líquido espeso y corrosivo. Lo miré y, por un instante, sentí un asco profundo, como si la repulsión fuera un veneno que me recorría las venas. Su voz, su presencia, eran un recordatorio de todo lo que odiaba.

—¿Qué miras? —soltó de mala forma, y al levantarse tambaleándose, la mirada en sus ojos era una tormenta de rabia.

Apreté los puños hasta sentir que mis uñas se clavaban en la piel, el dolor era un ancla que necesitaba en ese momento. Intenté mantenerme firme, creyendo que fingir que no me importaba podría hacer que realmente no lo sintiera, que el miedo no existiera. Sin embargo, cada paso que daba hacia mí me hacía sentir más como un pequeño animal acorralado. Temblaba, pero no era de frío.

Él se sostenía de las paredes para avanzar, y cuando finalmente estuvo lo suficientemente cerca, me hizo a un lado con un brusco empujon. Su búsqueda por algo que devorar en la cocina era grotesca; parecía una rata hambrienta, una asquerosa rata hambrienta.

—¡Qué asco de comida! —escupió en el suelo y Se limpió la boca con el antebrazo. El desprecio impregnado en sus ojos.

Me quedé callada, con la espalda pegada a la pared, sintiendo el frío del contacto con la superficie dura. Estaba aterrorizada; el pensamiento de que Emir podría aparecer en cualquier momento me llenaba de pánico. Aquel engendro del diablo no soportaría verlo, y mi mente corría en busca de una solución, una salida.

Cuando finalmente dirigió su atención a mi, se acerco y estiró la mano. Suspiré y en un hilo de voz, apenas audible, dije: —No tengo dinero.

Su sonrisa cínica fue un golpe más; retiró la mano lentamente, y en ese instante, un rayo de esperanza atravesó mi mente. Pero fue solo una ilusión. En un movimiento brutal, me golpeó en la mejilla con tal fuerza que el dolor ardiente se extendió como fuego en mi piel.

—¡En dónde está el jodido dinero! —gritó, apretando mi cuello con tanta fuerza que cada palabra que emitía era una lucha por el aire.

Mirar el odio en sus ojos era terrorífico. Sentía que quizás podría terminar con mi vida allí mismo. La desesperación me envolvía, y justo cuando comenzaba a dejarme llevar por la oscuridad, como un milagro, alguien tocó a la puerta, y esa interrupción me dio una oportunidad. Él se vio obligado a soltarme, pero la amenaza permanecía, latente, como un eco en mi mente.

MaeliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora