Capítulo 3 |

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El crujido de las hojas secas al pisarlas, el picor de la lana de una buena bufanda, los rastros de hálito que acompañaban a la estación cuando las temperaturas empezaban a descender y la desnudez del paisaje natural de la ciudad. El olor a castañas recién hechas vertía todas aquellas imágenes en la mente y creaba un agujero negro en el estómago. No obstante, su olor difería en demasía a su verdadero sabor, que si bien no estaba mal no le hacía justicia al primero.

Todo aquello era lo que me acompañaba en mi día a día antes de llegar a Los Ángeles Inquirer y a la lamentable sala de documentación.

Se trataba de una habitación no muy grande con las paredes carentes de la mano de pintura que tanta falta les hacía y una ventana diminuta por la que apenas pasaba la luz del día. Estanterías repletas de libros —que podría ordenar cronológicamente guiándome por la capa de polvo que acumulaban—, carpetas tan rellenas como el pavo de Acción de Gracias, algún que otro galardón de quién sabía qué y cajas amontonadas unas encima de otras, sin etiqueta y un solo indicativo de lo que contenían.

El trastero por excelencia del periódico, hábitat perfecto para cultivar ácaros y pequeña brecha en el transcurso del espacio-tiempo capaz de convertir los minutos en horas a la que, por desgracia, me veía encadenada semana tras semana.

Los Ángeles Inquirer era el nombre del periódico local al que dedicaba la mayoría de mis tardes con tal de aprobar las prácticas universitarias y al que, según mi contrato, debía incorporarme como parte de la redacción. Debía, porque en realidad me pasaba las horas sacando uno a uno los ejemplares que ocupaban las estanterías —algunos volúmenes databan de tiempos tan antiguos que no sólo habían prescrito, sino que también se habían fosilizado por su desuso— o, en el peor de los casos, haciéndole de secretaría a James, el director del negocio.

No solo no había escrito una sola línea remotamente interesante en todos los meses que llevaba trabajando para él, sino que además era su comodín de la respuesta para todo: era la chica de los cafés que bajaba al Dunkin Donuts, la secretaria, la de los emails e incluso la que pringaba para limpiar. En definitiva y resumiendo, James todavía no se había enterado de que la esclavitud se abolió en el 1863 y creía que estudiante de prácticas y criada eran sinónimos y que trabajar para su periódico le daba el derecho de usarme a su antojo.

Después de algo más de hora y media acicalando la sala, me dejé caer en la única silla que había y cogí el móvil. Una llegada ininterrumpida de mensajes asaltó la pantalla principal en cuanto volví a conectar los datos.

Ginger 15:53:

B, ¿te acuerdas dónde pusimos el colchón inflable? He mirado sobre el armario y bajo las camas, pero nada.

Ginger 15:54:

Tampoco está en ninguna de las cajas del trastero.

Pero no todo son malas noticias, ¡he encontrado nuestros putidisfraces de Halloween!

Zorras más mil, vida cero. ¡JÁ!

Ginger 15:59:

¿Pero a esta mierda le han salido patas o qué? ¡Si estaba ahí! ¡Me acuerdo del momento exacto en el que lo dejamos!

Seguro que ha sido la casera, que habrá entrado en el piso mientras estábamos de vacaciones a chismear. Como me la cruce por las escaleras, le digo algo.

A ver si el marido le riega más de vez en cuando el jardín y así nos la entretiene, que está más enganchada a la mirilla de la puerta que mi abuela al bingo del geriátrico.

El irresistible juego de Midnightemptation (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora