Los minutos que precedían a la conclusión del sábado y al inicio de la madrugada del domingo despedían un particular aroma a desesperación diluida en litros de alcohol y, en consonancia, a malísimas decisiones tomadas al tuntún. El desenlace de una noche dependía, en gran parte, de ese corto lapso y del efecto que provocaba en quienes lo vivían.
El efecto Último día en la Tierra, como Ginger y yo lo llamábamos, era el causante de que enviaras ese fatídico mensaje a tu ex o a ese chico del que prometiste no enamorarte porque «era sólo sexo». También era el culpable de que bebieras esa copa de más que te llevaba directa a la taza del váter —si llegabas, claro— o que asaltases la boca de un desconocido del que al día siguiente sólo recordarías que se quedó frito en la cama antes de empezar con la acción de la que tanto alardeaba.
Aquella noche, el interior de la fraternidad emanaba verdadero hedor a ese efecto, y yo llevaba respirándolo desde que entré.
—Si es que no tienes remedio —solté.
Lo primero que vi al salir del lavabo fue cómo, a unos metros de distancia, el par de tíos que Ginger había interceptado un rato antes caía vilmente en las redes de mi amiga. La sonrisa juguetona en sus labios indicaba que se lo estaba pasando en grande ante los malabarismos que hacían con tal de seducirla.
Era jodidamente magnética, un auténtico imán tanto para hombres como para mujeres. Y no era para menos; Ginger se parecía más a la protagonista del cuadro renacentista de Botticeli que a una humana común y corriente, y hacía gala de su destreza en el arte del flirteo disfrutando al ver cómo aquellos que la contemplaban caían rendidos ante sus encantos. Batía las pestañas con esa gracia y distinción natural que poseía, cual noble doncella meciendo un abanico de largas y blancas plumas.
Y luego estábamos las demás, que lo intentábamos.
En situaciones como aquella, prefería darle un espacio para divertirse un rato e irme a dar una vuelta a mi aire. Así que eso fue precisamente lo que hice.
Le di un último sorbo a mi copa y me adentré en la multitud.
Los acordes de la que fue la canción del verano llegaron hasta mí desde el extremo opuesto de la estancia y, más pronto que tarde, me hallé tarareando las siguientes notas. Cerré los ojos y dejé que el ritmo de la música ahuyentara los gritos de aquellos a los que el alcohol ya les circulaba por las venas.
Bailé despacio y permití que la melodía me transportara de nuevo a los despertares en Miami, a los besos salados de las olas, la aspereza de la arena a mis pies y al embotellamiento de todos los atardeceres que pasé en la playa en la gama cromática de mi Tequila Sunrise. Mi evidente estado de embriaguez me despojó de cualquier tipo de vergüenza y, más pronto que tarde, me encontré moviéndome al ritmo tortuoso de la música, apaciguado y con un deje erótico que conseguía enloquecerme.
Batí las caderas como lo hubiera hecho encima de un hombre dispuesto a complacerme; desatada y rendida al placer que nunca nadie saciaba y que yo tanto ansiaba. Sacudí el cabello y enredé mis manos en él para, luego, soltarlo con cuidado.
Pese al diminuto vestido que llevaba, la humedad era insoportable. Mi piel transpiraba y tenía que coger aire a bocanadas, como un pez. Empezaba a molestarme.
—¡Blake, vengo con provisiones!
Ginger apareció a mi lado con una bebida en cada mano y un moño maltrecho de esos que se hacía en casa cuando atosigaba el calor.
—Gracias. ¿Gintonic? —pregunté ante la obviedad, y ella asintió. Le di un trago rápido mientras buscaba algo a sus espaldas, asomándose a ambos lados de su cuerpo—. ¿Y tu par de acompañantes?
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El irresistible juego de Midnightemptation (BORRADOR)
RomanceCuando la joven Blake decidió entrar en la pista durante la celebración del Miércoles Borracho no imaginó que captaría la atención del enigmático Midnightemptation, el usuario anónimo que hace arder en visitas el foro de la universidad con sus provo...