Jesús

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                                      El reloj marcó la una en punto. Martita, la portera de turno, se paró junto a la puerta de entrada esperando la señal de la directora. Era lunes y llovía a cántaros desde la madrugada, estaba claro que no iba a haber ningún alumno esperando del otro lado de la herrumbrada puerta. Los alrededores del edificio, incluidas sus calles, estaban bajo agua y no había señales de una mejora, al menos no ese mismo día.

Yo mismo tuve que desviar mi camino habitual para poder llegar parcialmente seco hasta ahí. Traía en mi mochila un cambio de medias y zapatos más una camperita por si empeoraba, si es que era eso posible.

Susana no aparecía. Rara vez era consciente de la hora. No iba a asomar desde la puerta de su despacho para autorizar a Martita por pura formalidad. La portera me dirigió una mirada interrogante y, con un gesto de aprobación, le indiqué que abriera la puerta.

No fue una sorpresa que comenzaran a ingresar uno, dos, cinco, siete chicos. En una escuela que en un día de sol albergaba a casi mil, era lo mismo que nada, pero siempre me preguntaba cómo podían mandar a los chicos a la escuela en días así.

Un total de diez chicos quedaron parados en el pasillo de la recepción, empapados de pies a cabeza, formados en irregulares filas por estatura. Entre ellos había uno solo de mi grado, y era nada menos que Jesús.

Como por pura ironía, su nombre se contraponía absolutamente con su conducta. Irreverente, desprolijo, molesto y ruidoso, Jesús siempre se hacía notar y jamás por cosas buenas. Era famoso dentro y fuera de la escuela. Callejero y problemático, se jactaba de haberse escapado mil veces, y de haber hecho llorar a una decena de maestras debido a sus contestaciones y a su indisciplina. Eran principios de septiembre y yo ya había sido víctima de varios de sus frecuentes desastres, que se sumaban al evidente abandono que padecía en su hogar y a su dificultad para aprender a leer a pesar de estar ya en quinto grado. De poca estatura y asemejando ser mucho más pequeño de lo que realmente era, se esmeraba en ser el centro de cuanto desastre y conflicto se suscitara en los recreos y en el aula misma, olvidando adrede sus elementos, su delantal y hasta su mochila completa. Lo más difícil de trabajar con el chico, era el pleno desinterés que demostraba a todos los que lo rodeaban. Nadie era suficiente autoridad, nadie era merecedor de su atención. No tenía ni demostraba afecto, no parecía prestar atención a nada que no fueran los disturbios.

En un día de lluvia, en el que no asistía ni el más aplicado de los alumnos a la escuela, me molestó enormemente verlo llegar, a sabiendas de que nada podía hacerse ni lograr en un día a solas con él. Lo vi esperando, buscándome entre en montón de maestras, empapado de pies a cabeza, con su eterno buzo azul como todo abrigo y una bolsita negra de papel madera en una mano.

Me sonrió al verme, pero yo no estaba en la misma sintonía.

Me acerqué, ofuscado, hasta tenerlo delante y comencé a repetir como loro mi discurso habitual de los días de lluvia:

- ¿Por qué viniste, Jesús? ¿No ves cómo llueve? ¿Por qué no te quedaste en tu casa? Hoy no es un día para venir, estás todo empapado y encima desabrigado ¿Vas a pasar toda la tarde así? ¿Y tu mochila? ¿Cómo pensás trabajar? Estos días son para quedarse en casa, seco, calentito, no para venir a perder tiempo acá...

Jesús me miraba con atención y sonriendo, como esperando pacientemente a que yo terminara mi catarata de quejas. Por primera vez desde que lo conocía, noté que tenía su plena atención. Tuve miedo por un instante, de la represalia.

Cuando por fin terminé de hablar, se hizo un breve silencio. Di media vuelta sin más, y entré al aula que íbamos a compartir con otras maestras, seguido por varios niños, entre ellos, Jesús.

Me senté en el banco donde estaban mis cosas y veo a Jesús, con su eterno buzo azul que me acerca la bolsita negra que tenía en su mano.

-Tomá, Profe. Feliz día del Maestro - dijo con alegría y emoción.

Dentro de la bolsa, prolijamente doblada y perfumada, había una enorme y bellísima pañoleta azul.

Mi cara de sorpresa ante el gesto, le hizo soltar una de sus exageradas carcajadas a las que ya nos tenía acostumbrados.

Emocionado, abracé a un empapado Jesús, que mucho no sabía cómo reaccionar. Comprendí, no sin culpa, que me había regalado junto a aquella pañoleta una lección enorme, que atesoré para mí desde entonces, agradeciendo sus pensamientos, su esfuerzo y su caminata bajo la lluvia para venir a compartir conmigo unas horas, que serían solo suyas. Viniendo de él, podría afirmar que aquello valía el doble.

- Igualmente, Jesús - le respondí.

Algún día va a entender por qué...

Enseñarás a volarWhere stories live. Discover now