Mar

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                                                 Comenzaba a amanecer, y la niebla se iba disipando, permitiendo ver cada vez más ruta delante de nosotros. Estaríamos a mitad de camino y, a mi alrededor, solo se escuchaban algunos murmullos provenientes de los que aún no habían caído rendidos de sueño. Habíamos subido al micro a eso de las cuatro de la mañana. Yo había dormido muy poco, pero algunos de los chicos de Sexto no habían pegado un ojo durante la noche pasada, ni la anterior a esa.

Después de un largo año vendiendo alfajores a escondidas de la kiosquera de la escuela, pastafrolas en las fechas patrias, numeritos de lotería y hasta poniendo plata de nuestros bolsillos, veíamos materializado el tan deseado viaje a San Clemente. Un día, apenas un par de horas, que fueron pensadas y planeadas durante jornadas de largas reuniones y gran expectativa.

Me cebé un mate y me perdí observando el camino desde los primeros asientos de arriba, donde me había instalado con la Seño que se animó a acompañarme en esta travesía.

Me levantaba de a ratos a recorrer los asientos.

- Profe, ¿falta mucho?

- Sí Mica, aprovechá a dormir un poco.

- Profe, me siento mal.

- Respirá por la nariz, largá por la boca.

-Profe, ¿vamos a ver el mar?...

Fue la pregunta que más veces me hicieron en el año. Eliminó del podio a la eterna "Profe, ¿copiamos?" que tanto les gustaba hacer cada vez que me veían con una tiza en la mano.

-Sí. Vamos a ver el mar, Agustín.

La primera vez que pregunté en el aula quién no conocía el mar, conté veintiocho manos levantadas. Era abril.

Después de las vacaciones de invierno conté veinticinco. Mi objetivo desde entonces fue claro: cero manos levantadas en diciembre. Un par de horas me separaban de la meta.

Tuvimos que hacer una parada técnica porque respirar hondo no funcionó, y el ayuno no ayudó. Cosas que pasan. Nos sirvió para estirar las piernas y rellenar el termo en la estación de servicio. Armar filas, contar cabezas y seguir. Todo según lo planeado.

- ¿Falta mucho para ver el mar?...

Eran las siete de la mañana. El itinerario iniciaba recién a las nueve. Incluía desayuno, recreación, oceanario, almuerzo, visita guiada, merienda.

- ¿Y después vamos al mar?

- Sí, después vamos al mar.

Fugaces pasaron, para mí, las horas. Para ellos, no tanto. Desayunaron como reyes, se comportaron como tales. Disfrutaron de las visitas, de los animales, de la comida. Pero me daba cuenta de que todo era un trámite. En sus miradas estaba implícita la pregunta: "¿y cuándo vamos...". El mar parecía llamarlos desde lejos.

Serían las cinco de la tarde. Hicimos la fila, contamos cabezas, subimos al micro.

Destino: el mar.

Un griterío fenomenal se produjo cuando alguno, mirando por la ventana, descubrió que ya se divisaba entre las construcciones y el gentío. Todos se pegaron a los vidrios. La emoción era total y contagiosa.

Me preparé para presenciar un momento inolvidable.

Bajamos por fin del micro. Esta vez conservar la fila fue muy difícil. Escalamos a contraviento un médano que nos tapó la vista por un par de minutos, y por fin, ante nosotros, el mar.

Al escuchar las primeras expresiones me di la vuelta, dispuesto a grabar en mi mente el brillo de los ojos que ven por primera vez el espectáculo más maravilloso del planeta.

Una decena de ellos, boquiabiertos, no sabían hacia donde mirar primero. Otros parecían congelados. Mica estaba abrazada a la Seño. Lloraba.

Los observé con la mirada nublada, y volteé para llenar yo también mis ojos de aquel momento, anhelado, merecido.

De pie a orillas de la felicidad, escuché lo esperado.

- ¿Podemos...?

La ley nos lo prohibía, las normas eran claras. Estábamos advertidos y ellos también.

Mi colega me miró con seriedad. La dejé tranquila con un gesto. Asumía el costo de mi decisión. En el fondo, yo sabía que iba a dar el brazo a torcer.

Asentí con la cabeza y, en menos de dos segundos, sentí que pasaban todos volando como golondrinas a mi lado en dirección al agua. Ellos eran el mar.

La Seño y yo nos quedamos cerquita, observando con atención.

La postal que nos regalaba ese atardecer, valía todos los esfuerzos, todas las rifas, cada porción de pastafrola y cada sacrificio que depositamos a cuentagotas en la alcancía de la esperanza. Una veintena de chicos empapados, dejándose envolver por las olas de una experiencia nueva y eterna.

Se hizo la hora de irnos, no fue fácil la última fila. Envueltos en toallas y agotados, se ubicaron una vez más en sus asientos. Bien valdrían los apremios y los retos por aquellas horas de felicidad plena.

Cuando agarramos la ruta, no había uno solo despierto.

La Seño y yo, con el termo nuevamente recargado, sonreíamos al camino que se abría a nuestro paso. Me levantaba de a ratos a recorrer los asientos.

El mar parecía cantar desde adentro de ellos...

Enseñarás a volarWhere stories live. Discover now