Parte 4

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4. La chica de ayer

Me levanto despacio, echo la sábana a un lado y la veo caer al suelo. Mi cuerpo sigue tenso, todavía cansado de todo el jaleo de los últimos días. Las últimas semanas han sido un caos, demasiadas movidas: el juicio, la sentencia, y al final, acabar aquí en este piso de acogida en Usera.

El lugar está en silencio, pero desde mi habitación puedo escuchar el ruido de otros chicos que empiezan a levantarse. Cada uno de nosotros tiene su movida, pero seguro que todos compartimos algo en común; las raíces siempre son las mismas: problemas familiares, malas decisiones, y la intervención de los servicios sociales.

Me incorporo estirándome, el colchón sobre el que duermo es fino y cruje con mi peso, así que termino en el borde de la cama sentado, con los codos apoyados en las rodillas.

El cuarto donde estoy es pequeño, con apenas espacio para la cama y una mesita. Las paredes están desnudas y son de un color apagado, una mezcla de gris y blanco. No hay ninguna decoración personal en las paredes, solo un cuadro genérico de un paisaje con un faro y el mar.

Me visto con la ropa que tengo en la mochila, que es poca y simple. Aunque me han dejado en el armario lo esencial: dos pares de pantalones, algunas camisetas. Pero prefiero seguir utilizando la mía; en algún momento iré a buscar más que aún deben estar en mi antigua habitación, o eso espero.

Abro la puerta que tengo enfrente, donde está el lavabo, con un espejo de baño pequeño y algunas manchas de óxido en los bordes. Me llevo la mano al pelo negro que casi me cubre los ojos, pero que aún llevo por encima de las cejas, y el espejo me devuelve a la realidad: los ojos están más hundidos y la expresión más dura.

Me echo agua en la cara y siento alivio, como si el peso de mis errores pudiera desaparecer con la suciedad. Dejo la toalla de nuevo en el perchero que cuelga en la parte trasera de la puerta y decido salir de la habitación.

En el salón que compartimos, solo hay un chico con el que apenas he cruzado miradas estos días. Es más bajo que yo, pero con una complexión robusta y una actitud relajada que sugiere que se toma la vida con bastante calma. No desprende odio ni rabia; más bien parece estar aquí por azar. Aunque no he hablado con él, sólo hay tres habitaciones, así que debe haber otro que aún debe estar en la cama. A este último aún no lo he visto.

Me dirijo a la nevera para sacar la leche, pero veo que no está en su sitio. Mientras reviso los estantes, el chico que está en el sofá, mirando la televisión con desinterés, me interrumpe:

-La tengo yo -me dice, mirándome-. La leche, digo. -Levanta el cartón para mostrármelo antes de volver a servirse café-. Tú debes de ser Damián.

Cojo una taza limpia del escurridero y me siento en el sillón que queda a su lado, sin invadir su espacio. Echo un poco de café y luego de leche.

-No eres muy hablador por lo que veo -comenta, mientras se acomoda en su asiento-. Soy Ramos, encantado. -Extiende su brazo hacia mí, con la palma de la mano esperando la mía, pero yo me quedo quieto. Ya me conozco esta película y sé bien cómo terminan estas cosas: aquí, y algo peor en la cárcel. -Este es mi último año. Si necesitas cualquier cosa, mi puerta es esa de allí. -Señala con el dedo mientras apura su café y se desliza para levantarse del sofá-. Me largo, que aquí no te perdonan ni un minuto.

-No creo que necesite nada, pero te lo agradezco -digo, sin mucho entusiasmo.

Ramos se dirige hacia la puerta de su cuarto con calma y su taza en la mano.

-Ya sabes, si te da por hablar -añade- aquí estoy.

Le hago un gesto con la cabeza, asintiendo, mientras se mete en su habitación.

Fuimos tormenta de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora