6. Dos zanahorias en una tierra equivocada.

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Somos reemplazables.

Nada importa realmente. No tiene sentido. Todo es absurdo. Todo es un ciclo.

Ser conscientes de nuestra propia muerte, y elegir cuándo debía ocurrir, nos dejó el camino libre para ser felices, porque la vida es eso que ocurre antes de morir. Pero yo dejé de sentirme vivo, estoy muerto, sirviendo a una comunidad, pero sin vida.

Héctor se ha vuelto loco. Quiere bajar del autobús. Yo también quiero. Tengo ese deseo de saltar al vacío. ¿Qué más da morir si ya no me siento vivo?

Nos acercamos a la zona de guerra, todo se encuentra en calma. Algunos soldados caminan por ahí y saludan a los niños. Ellos están de nuestro lado, aunque no forman parte de nuestra comunidad, ni de ninguna otra. Los soldados forman parte del frente de batalla; ese es su hogar. Ellos no eligen cuándo morir... no como nosotros. Aunque se podría decir que ellos eligieron morir hace ya mucho tiempo cuando se convirtieron en soldados. Los soldados no surgen en las comunidades, solo se llega a ser soldado si vives en el exterior y no quieres morir de hambre. Morir. Morir. Todo es sobre morir. ¿Y qué ocurre con vivir?

Los niños abren las ventanas y les entregan comida a los soldados. Héctor y yo bajamos del autobús para buscar las cajas de alimento proveniente de las comunidades; es una forma de agradecer que mantengan al enemigo lejos de nosotros para que podamos vivir tranquilamente.

Ahora que veo las manitas de los niños entregando frutas a un grupo de soldados mugrientos, me doy cuenta de lo ridículo qué es todo esto. Una manzana, por eso están dispuestos a morir. Un par de fresas. ¿Y yo? ¿Por qué estoy dispuesto a morir? ¿Qué entregué para que se me permitiera vivir hasta el día que yo he elegido?

Las cajas se han vaciado. Los niños también han agotado lo que llevaban dentro de sus bolsitas.

—¡Hora de irnos! —grita el chofer para que Héctor y yo regresemos al autobús.

—Será mejor que se vayan ya —agrega un soldado—. Las cosas se ponen feas por aquí durante la noche.

—¿Cómo que feas? —cuestiono mientras observo a mi alrededor, encontrando ya todo el panorama horrendo.

—Todo explota, y con suerte tú también.

—¿Tú deseas explotar? —pregunto intrigado.

—Aquí no es como su comunidad. Aquí lo único seguro es la muerte.

—En la comunidad también lo es.

—Nosotros no elegimos, solo deseamos que ocurra pronto —me dice el soldado.

Me quedo en silencio y el soldado se va dándole una mordida a su manzana.

—Hora de irnos —me susurra Héctor.

Me doy la vuelta para caminar rumbo al autobús, pero Héctor me sujeta del brazo en dirección contraria.

—¿Qué haces? —pregunto nervioso.

—Es hora de irnos

—¿A dónde?

—Yo qué sé. A sentir algo.

Héctor comienza a correr entre los soldados, y aunque sus ropas anaranjadas resaltan sobre los colores terrosos y mugrientos de los soldados, pronto comienzo a perderlo de vista. Volteo por un segundo a ver el autobús y no siento absolutamente nada. Astrid, ¿Qué ocurrirá con mi gata? En la comunidad encontrarán a alguien más para que ayude en las cosechas, por otro lado... no sé qué voy a encontrar allá a donde ha corrido Héctor. Y siento algo. Y corro. Y dejo atrás la muerte para sentirme vivo, aunque sea irracional y totalmente estúpido.

Eudemonía AsistidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora