Acorralados

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El viento frío de la mañana golpeaba con fuerza las ventanas de la comisaría, trayendo consigo el olor penetrante de la humedad y la tierra mojada de Cartago. El oficial Roberto Calderón se encontraba en su escritorio, su mirada clavada en la carpeta que contenía los detalles del caso que había comenzado a consumirlo. Las hojas, cargadas de testimonios y fotografías, parecían clavar espinas en su mente agotada, robándole el poco descanso que había intentado conseguir durante la noche. Ahora, un nombre se destacaba entre todos: Emilio Paniagua. Emilio, el hermano mayor de la niña fallecida, era el próximo en la lista de interrogatorios. Las primeras declaraciones lo señalaban, convirtiéndolo en una pieza crucial en la investigación que solo parecía oscurecerse más con cada paso que daba. Pero, antes de poder interrogarlo, el oficial Calderón decidió que necesitaba regresar al cafetal donde habían encontrado el cuerpo. Quería aprovechar los primeros rayos de luz del día, esos momentos en los que la verdad a veces se revela en los detalles que la oscuridad esconde. Sin perder tiempo, llamó a uno de sus compañeros y juntos se dirigieron al cafetal, con la esperanza de encontrar alguna pista que los acercara al asesino. El aire frío de la mañana se volvía más denso a medida que se acercaban al lugar, como si el mismo terreno no quisiera que ellos estuviesen ahí. Calderón sintió un escalofrío recorrer su espalda, como si algo o alguien lo estuviera observando. Se detuvo por un instante y miró a su alrededor, pero no vio nada fuera de lo común. Trató de sacudirse la sensación, atribuyéndola al frío y a la tensión del caso.

Al llegar a la entrada, removieron el portillo e ingresaron al cafetal. El paisaje ante ellos se teñía de un rojo intenso, como si los cafetos, cargados de frutos maduros, estuvieran bañados en sangre. Avanzaron en silencio por los estrechos carriles, sus pasos crujían sobre la tierra húmeda, cuando de repente, el compañero de Calderón detuvo la marcha, rompiendo la tensa calma.

—Calderón, mira lo que encontré —dijo el oficial, en voz baja.

—¿Qué encontraste, Nicholas? —respondió Roberto, girándose hacia él, con el corazón latiendo con fuerza.

El oficial Nicholas había encontrado un encendedor de la marca Lurker's, color plateado y  fabricado en 1923 en Alemania, oculto entre un manojo de hojas de café, como si alguien hubiera intentado esconderlo con desesperación. Calderón observó el objeto con atención, sopesando si podría ser una pista del asesino o simplemente un artículo perdido por algún trabajador.

—Buen trabajo, Nicholas, esto puede ser una pista —dijo Calderón, mientras le daba unas palmadas en la espalda a su compañero. Sin embargo, mientras guardaba el encendedor en una bolsa, una sensación incómoda se apoderó de él, como si una sombra invisible se hubiera deslizado sobre su hombro. Giró la cabeza rápidamente, pero solo vio los cafetos inmóviles bajo la bruma matutina.

Calderón y su compañero continuaron buscando pistas en el cafetal, moviéndose con cautela entre los cafetos. Sin embargo, una voz a la distancia los detuvo en seco. Con gran precaución, y manteniéndose en silencio, avanzaron unos minutos hasta que se encontraron con un hombre de estatura media, con bigote y cabello blanco. Estaba equipado con un machete grande y afilado, que manejaba con destreza mientras buscaba algo entre las matas de café. La actitud del hombre, concentrado y meticuloso, despertó la suspicacia en Calderón. ¿Qué podría estar buscando en un lugar como ese, tan cerca de la escena del crimen?

—Disculpe, ¿necesita ayuda? —dijo Calderón, dejando que un toque de sarcasmo se deslizara en su voz.

—¿Quiénes son ustedes? —respondió el hombre, levantando el machete en dirección a los oficiales, sus ojos mostrando desconfianza.

—Mi nombre es Roberto Calderón y este es mi compañero, Nicholas Cárdenas. Somos oficiales de la comisaría de Cartago —respondió Calderón, manteniendo la calma y mostrando su placa.

Lurker's MoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora