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Caminaba sin un rumbo fijo en la casa de aquel hombre que me había robado el corazón.

—Adelante, voy a presentarte a mi hija—fueron las palabras que aceleraron mi corazón.

Paso a paso se escuchaba cada vez más mi respiración agitada. Enfrente de mí estaba la chica, mirando a la ventana sin enterarse de nuestra llegada.

Tal vez no le importaba.

—Kiara, ella es mi hija, Emily—la chica no volteo. Parecía no haberse enterado de nada.

El viento que llegaba de la ventana movía su pelo suavemente.

Giró lentamente hacia mí, sin despegar las manos del marco de la ventana en ningún momento, y sonrió sin emociones y con la mirada sin vida.

Se me paró el corazón.
Ella era muy diferente a su padre; mientras que él usaba el pelo poco arriba de los hombros, el de ella llegaba hasta sus tobillos, mientras que la sonrisa de él siempre es amable, la de ella pareciera no existir, mientras que los ojos de él eran de un azul oscuro tal como el mar, los de ella eran una mezcla entre negro y marrón avellana, mientras que en los ojos de él explotaban emociones, los de ella solo estaban ahí para rellenar sus cuencas.

Tal vez la entendía, después de todo él me dijo que el año pasado había fallecido alguien muy importante para ella.

Aún así es demasiada tristeza para un solo par de ojos que recaen en una chica de apenas catorce años.

Pasaron dos años y en aquel tiempo jamás habló, apenas sonrió por cortesía, no me miró y de mí nada comió.

No supe si era miedo, desconfianza, o si siempre había sido así.

Tal vez fueron las tres o ninguna.

Un día decidió atar su larga cabellera en una colita alta, empezo a usar un buzo celeste con un pantalón azul que podía confundirse con el negro que siempre usaba, en sus ojos se reflejo un brillo nuevo y por primera vez habló, ese día no fue a dónde siempre solía escaparse para estar sola y, por alguna razón, sonrió.

Pasó todo aquel día con nosotros y a la noche no volvió.

A la mañana descubrimos que había muerto en aquel lugar al que siempre iba para alejarse de nosotros.

El cadáver estaba frío y en su rostro había una sonrisa algo perversa. Mi corazón no supo si latir desenfrenadamente por aquel descubrimiento o si parar por miedo. En la escena no había sangre, ni objetos cortopunzantes, solo había un perro que lloraba su perdida acurrucado en sus brazos fríos y delgados.

Estoy feliz, aunque no debería, ella misma se quitó la vida y no me dió oportunidad para hacerlo yo misma. Pero estoy feliz, ya no podrán tacharme de culpable.

Tal vez sea mejor así, porque si una criatura del cielo es descubierta por los humanos, su castigo será el infierno.

Porque, aunque no lo parezca, los ángeles no son más que demonios disfrazados de bondad.

Tenía razones para desearle la muerte a aquella niña; siempre odie a las personas tristes.

Aún así no conté que la muerte de aquella chica, para mí insignificante, causaría gran daño en quien tengo delante.

¿Qué debería hacer con él? Tal vez le ponga una dosis elevada de cianuro en su comida el año que viene, o tal vez ponerle un arsénico en esta. Algo haré, después de todo no puedo seguir con alguien tan triste como él.

El falso escritor.

El Falso Escritor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora