UNO DE ENERO

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Era el primer día del año. La costa había amanecido despejada, con viento frío desde el océano y nubes tormentosas en el horizonte. Sin embargo, el sol se alzaba desafiante por oriente.

Cuando las ancianas campanas de la iglesia del pueblo anunciaban el medio día, un séquito de adormilados visitantes se acercaba a la playa; con pasos entorpecidos por el sueño, acudían intentando espantar los dolores de cabeza causados por los festejos de noche vieja. Avanzaban arrastrando los pies por las tibias arenas, cargando toallas, quitasoles, alguna que otra chuchería para engañar al estómago y agua, mucha agua. La intención era descansar y, con suerte, echarse una siesta.

El caprichoso viento costero, por su parte, se regocijó al ver la cuantiosa cantidad de visitantes, pues sus intenciones eran muy diferentes a las de los atontados veraneantes. De tanto en tanto, y con acierto milimétrico, lanzaba ráfagas que elevaban los granos de arena cual plumas por el cielo, haciendo que hombres, mujeres y niños se alimentaran de trozos de piedra molida o tuviesen que refugiarse tras la protección de algún escudo. El viento quería convertir los quitasoles en quita-vientos.

Cuando se cansaba de jugar, se transformaba en una tenue brisa, estableciendo un momento de tregua. Fue en uno de esos instantes cuando una pareja de ancianos, acompañados por su pequeño nieto, ingresaban en el malogrado sitio de descanso. La interesante comitiva llamó la atención de unos pocos. Con paso seguro, avanzaban recogiendo los restos de guirnaldas y confeti abandonados en la playa; bolsa de basura en una mano y pico en la otra. Más de algún espectador ahogo una risita burlesca al reparar en que el pequeño escolta hacia de las suyas con una pequeña bolsa de supermercado, recogiendo confeti y arena por igual, y arrastrando la carga a sus espaldas mientras balanceaba una pequeña pala de un lado a otro tarareando alguna canción infantil.

Para el viento, solo implicó algo nuevo con qué divertirse; decidió entretenerse con los recién llegados. Abandonando la tregua improvisada, lazó su mejor ráfaga para elevar el sombrero de la cabeza del anciano, haciéndolo rodar por la arena hasta unas dunas que se encontraban en la entrada de la playa. El sujeto, que por cierto era calvo, rápidamente corrió tras su sombrero, dejando sus herramientas en manos de su esposa. Cuando alcanzó su accesorio lo recogió, sacudió y volvió a colocar sobre su cabeza. Pero el viento aún no tenía suficiente diversión. Volvió a embestir al hombre, obligándole a correr y alcanzar nuevamente su sombrero. Lo mismo se repitió varias veces más.

Luego de algunos minutos, muy pocos se habían percatado de la cómica escena y, muchos menos, notaron que a pesar del cansancio, el anciano se reía a carcajadas de la situación, al igual que su esposa y su nieto. Aparentemente la resaca podía más que los vanos intentos del viento por divertir y divertirse con sus visitantes. Finalmente se detuvo, uno aburrido mientras el otro simplemente había decidido sujetar su sombrero permanentemente.

La pequeña comitiva retomó su tarea y, a paso constante, comenzó a recoger la basura abandonada, liberando a la extensa playa de los rastrojos de la celebración. El viento, sin embargo, solo había retornado a la tenue brisa por motivos estratégicos, planificaba su próxima travesura. No tenía intenciones de detener sus bromas en contra de los improvisados veraneantes; tampoco le interesaba dejarlos descansar en paz. Entonces, en una especie de berrinche infantil, decidió que sería interesante derribar los quita-vientos de los refugiados. La idea era bastante simple, deseaba saber qué tan despiertos o dormidos estaban y cuánto tardarían en correr tras sus aparatos.

El resultado fue gracioso e interesante, pues alguien que se encuentra medio dormido, en la playa, tomando el sol, naturalmente no trae sus zapatos puestos. Así, en cuanto los quita-vientos salieron disparados hacia las dunas de la entrada, más de un veraneante se levantó como impulsado por un resorte tras el aparato. Aunque la distancia no era mucha, a esa hora del día, las arenas estaban especialmente calientes, por eso, más que carrera parecían saltos desesperados, acompañados de gritos ahogados, por recuperar su propiedad.

Aquellos más despiertos, quienes evitaron la fuga de aparatos, disfrutaron del espectáculo riendo y levantando apuestas sobre los corredores, intentando adivinar quienes se sentarían en la arena para evitar las quemaduras en la planta de los pies, rindiéndose ante la jugarreta del viento. Una pequeña memoria de felicidad que solo quedó en la mente de aquellos que estaban lo suficientemente atentos y despiertos para disfrutarla.

Fue durante el primer día del año, en el primer día de enero, cuando en la playa, algunos visitantes disfrutaron de las primeras travesuras del viento.

Vista in Terra - Vida en la Tierra -Donde viven las historias. Descúbrelo ahora