Capítulo 2

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Este capítulo contiene un fragmento que podría herir la sensibilidad de algunas personas, pues trata temas como el deseo y el consentimiento (o, mejor dicho, la falta de ellos).

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Fina Valero

Pasando el trapo por la más alta de las lejas del caserío, Fina tarareaba un villancico cualquiera que se le había pegado al pasar por la juguetería del barrio al volver de comprar lo justo para sustentar la casa una semana más. La melodía resonaba suavemente en la cocina, mezclándose con el aroma del caldo que hervía en la olla. Pasaban ya las doce del mediodía y se disponía a hacer la comida para la familia cuando oyó el sonido de unos nudillos sobre la robusta madera de la puerta principal.

—¡Voy yo! —escuchó a lo lejos decir a la matriarca mientras sus pasos resonaban por el largo pasillo de la planta baja. Angustias rondaba los cincuenta y cinco años y tenía dos hijas de algo más de treinta que se habían aferrado a su soltería tras conocer la enfermedad de su abuela, que falleció hacía ya más de tres años. Sin embargo, ninguna de las dos había encontrado en ese tiempo un buen hombre que las hiciera felices o, al menos, las sacase de la casa de su madre. Venía de una familia con posibles y su situación solo hizo que mejorar cuando conoció a Mario, su marido, que venía de una de las familias más ricas de Toledo, pues poseían una de las fábricas de chocolates más conocidas del país.

—¿Quién será a estas horas? —murmuró Fina para sí misma, dejando el trapo a un lado y acercándose a la ventana para ver quién estaba en la puerta. Desde su posición, apenas podía distinguir una figura masculina, alta y delgada, que esperaba pacientemente.

Angustias abrió la puerta con una sonrisa cordial, aunque su mirada reflejaba una ligera desconfianza.

—Buenos días, señora. ¿Se encuentra Mario en casa? —preguntó el hombre con voz firme pero educada.

—No, mi marido está en el frente. ¿Puedo ayudarle en algo? —respondió Angustias, sin dejar de observar al extraño.

—Soy un viejo amigo de su marido. Me llamo Feliciano. Estaba de paso por el pueblo y pensé en hacer una visita —explicó el hombre, con cara de circunstancias y extendiendo una mano en señal de saludo.

Angustias dudó un momento antes de estrecharle la mano. La última vez que alguien se presentó como "viejo amigo" de la familia, las cosas no terminaron bien. Sin embargo, decidió darle el beneficio de la duda.

—Pase, por favor. ¿Le apetece un café? —ofreció, abriendo la puerta de par en par.

—Con mucho gusto, señora. Gracias —respondió aquel hombre, entrando en la casa y observando con curiosidad los detalles del caserío.

Mientras tanto, Fina, que había estado escuchando la conversación desde la cocina, se apresuró a preparar una bandeja con café y algunas galletas. La presencia de un extraño siempre traía un aire de novedad y cierta inquietud a la rutina diaria.

—¿Quién es, madre? —preguntó una de las hijas, Adela, apareciendo en el umbral de la cocina.

—Un amigo de tu padre. Dice llamarse Feliciano. Ve a saludarlo, por favor —respondió Angustias, mientras guiaba al visitante hacia el salón.

La joven asintió y se dirigió al salón, donde Feliciano ya estaba sentado en un sillón, observando las fotografías familiares en la repisa.

—Hola, soy Adela. Encantada de conocerle —dijo, extendiendo la mano.

—El placer es mío, Adela. Tu padre me ha hablado mucho de ti y de tu hermana —respondió el hombre con una sonrisa afable.

La conversación continuó de manera amena, mientras Fina servía el café y las galletas. Aunque la visita era inesperada, poco a poco, la desconfianza inicial fue dando paso a una curiosidad genuina sobre el misterioso amigo de la familia.

1938 | MAFINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora