El hospital estaba relativamente cerca de mi casa, en una calle amplia y fácilmente accesible. Era viejo, pero se mantenía en bastante buen estado. El director, un hombre de unos cincuenta años, alto y de pelo oscuro entrecano, me recibió amistosamente. Se llamaba Vladímir Lébedev, pero siempre nos dirigíamos a él por su diminutivo, Vova.
El primer día me presentaron a todo el personal: Pavel, Polina, Sergey, Mijaíl, Anna... Un aluvión de nombres que en vano intenté memorizar. En la sección de pediatría, la mía, trabajaban otras cuatro personas. No iban muchos niños a aquel hospital. Componían esta sección un médico, dos enfermeras y un enfermero.
Recuerdo que sentí una antipatía casi inmediata hacia Viktor, el médico. Era el típico hombre gruñón, apático y de eterno ceño fruncido que si (¡milagro!) alguna vez sonreía, más parecía una mueca que una sonrisa. Las enfermeras, Natasha e Irina, eran hermanas. Las dos eran muy jóvenes, seguramente ninguna llegaría a los veinte años. Simpáticas y siempre dispuestas a echar una mano, me cayeron bien desde el primer momento.
Luego estaba el enfermero, Jan, que tenía mi misma edad. Me pregunté porque, siendo tan joven, no lo habían cogido para el ejército. Cuando se acercó para darme la mano lo averigüé, tenía cojera. Trabamos amistad muy fácilmente. Era un chico trabajador, bromista y alegre. Me alegraba mucho tenerlo como compañero.