—Buenos días, Lana —me saludó Natasha al verme entrar.
Hacía un día cálido, se notaba que estábamos en pleno agosto. Colgué mi sombrero y me recogí el pelo en una coleta alta.
—Buenos días, Natasha. ¿Dónde está Irina?
Era la primera vez que no las veía juntas.
—No se sentía muy bien y la obligué a quedarse en casa.
—Imagino que vuestros padres estarán encantado de tenerla un día con ellos.
Vi por el rabillo del ojo que agachaba la cabeza.
—No tenemos padres —murmuró.
—Lo siento. —No era ninguna de esas frases hipócritas que se dicen por decir, realmente lo sentía por ellas. Eran muy buenas chicas—. Lamento haberte dicho eso.
—No pasa nada —dijo, intentando restarle importancia—. Nuestra madre murió al dar a luz a Irina y nuestro padre fue enviado a Siberia hace ya más de una década, donde murió meses después.
—¿Por qué lo enviaron a Siberia? —me arrepentí inmediatamente de haber hecho aquella prengunta. ¿Cómo podía ser tan imbécil?
Vaciló antes de responder.
—Según lo que nos contaron, por sus ideas políticas —me miró con el ceño fruncido, como retándome a que las llamara traidoras, fascistas o algo por el estilo.
No sabía qué —o más bien cómo— contestar a eso.
—Tal vez se equivocaran... A veces se cometen errores... —Frunció aún más el ceño. Solté un suspiro—. Olvida lo que he dicho. Si quieres que te diga la verdad, me da igual que vuestro padre tuviera una idea política diferente a la del Gobierno. Eso no influye en mi opinión sobre vosotras.
Además, añadí para mí, yo tampoco comparto esa mentalidad.
—Gracias. —Se la veía mucho más relajada ahora.
—No tienes por qué dármelas —me giré, buscando una estilográfica para apuntar en una hoja las consultas de aquel día—. Si alguna vez necesitáis algo, Natasha...
Cuando me volví, vi que ya no estaba allí. Solo medio preocupada por dónde podía haber ido, me acerqué a Katia. La habíamos trasladado al final de la habitación porque allí estaba la única ventana y pensamos que podría distraerse mirando a la calle.
—¿Qué tal estás hoy? —le pregunté, sentándome a su lado—. ¿Has hecho algo divertido?
Asintió enérgicamente.
—Jan me llevó al parque por la mañana y desayunamos allí.
Le sonreí.
—Eso suena maravilloso. ¿Hiciste algún amigo?
—Unos pocos. Un chico y dos chicas. Jan me dejó jugar con ellos.
—Me alegra oír eso —me incliné hacia ella y le acaricié el pelo. Recordé entonces algo—. ¿Quieres salir otra vez esta tarde, después de la siesta?
Sus ojos centellearon por la emoción. Asintió y aplaudió entusiasmada. Estoy segura de que, de haber podido, incluso hubiese dado saltitos de alegría.