Recuerdo muy nítidamente el día que hacía cuando ella llegó. Era una tarde tranquila de primavera. No había mucho trabajo y matábamos el tiempo preocupándonos por las noticias que llegaban del frente o quejándonos de la escasez de ciertos productos desde el inicio de la guerra. Cuando hablo de nosotros me refiero por supuesto a Natasha, Irina, Jan y yo. Viktor permanecía casi siempre solo. A penas hablaba con nosotros o, mejor dicho, no hablaba con nadie. Aunque una cosa había que reconocerle, era muy bueno en su trabajo.
Vova vino personalmente a vernos para anunciarnos que, a partir de ese día y hasta nuevo aviso, una niña de cinco años parapléjica se instalaría de forma permanente. Esto sorprendió a todos, ya que, por lo general, no teníamos ningún paciente interno en aquella sección. Natasha e Irina, rápidas como un pensamiento, se levantaron y se pusieron a trabajar. En menos de lo que dura un parpadeo habían preparado una cama y dispuesto algunos de los juguetes y libros infantiles que teníamos para entretener a los niños. Vova se marchó y, al regresar, traía con él a una pequeña niña rubia en silla de ruedas. Todo en ella parecía frágil y delicado. Al principio pensé que era como un fino cristal, que se rompería al primer golpe. El tiempo me demostró lo equivocada que estaba.
Jan la levantó en brazos y la dejó sobre la cama. Al mismo tiempo, hablaba cálida y animadamente con la niña, preguntándole su nombre, su edad (a pesar de que ya la sabíamos) y un montón de cosas, con cuidado de no agobiarla. Cuando empezó a preguntarle por sus padres, Vova carraspeó y le lanzó una mirada tan severa que no pudo evitar estremecerse.
—Es de mala educación no presentarse —dijo Vova, sin dirigirse a nadie en particular. Su tono revelaba que seguía molesto por la pregunta de Jan.
Había estado todo ese rato sin hacer nada, mirando, demasiado embobada como para decir algo. Me espabilé y tomé cartas en el asunto.
—Hola —le dije, sentándome en la cama de al lado—. Yo soy Svetlana y ese hombre de ahí —lo señalé— es Viktor. Él y yo somo médicos.
—Y yo soy Jan —intervino, presentándose a sí mismo—. Natasha, Irina y yo somos los encargados de cuidarte. Esos dos —le dijo con tono confidencial a Katia, mirándonos a Viktor y a mí— no dan palo al agua —soltó un suspiro teatralmente dramático—. ¡Ojalá fuera médico y no un simple enfermero!
Katia nos miró a todos con curiosidad. Al final, sus ojos, que me recordaban al color de un lago helado, se clavaron en mí.
—Svetlana —pronunció mi nombre como si se tratara de una especie de acertijo, entrecerrando los ojos—. Es muy bonito.
Solté el aire que, sin darme cuenta, había estado reteniendo. Me resultó extraño ponerme tan nerviosa ante una niña. Le dirigí una amplia sonrisa.