El peso del temor

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Los primeros jirones rosáceos del amanecer comenzaban a asomar en el firmamento, mientras los aldeanos discutían lo que deberían hacer tras conocer el terrible sino de sus hermanos; en aquellos rostros circunspectos se apreciaba una profunda angustia. Hablaban en un dialecto que Argoth apenas podía entender, y no cesaban de deliberar con vehemencia; algunos abogaban por dejar la villa y huir a los valles del oeste. Otros, por el contrario, afirmaban que a pesar de la amenaza que se cernía sobre ellos, los dioses los protegerían de aquella malignidad.

El portador del hacha permanecía en un rincón, escuchando con atención todo aquello, y sin apartar los ojos de los desgraciados que había traído consigo la oscuridad. Los recién llegados se encontraban apiñados en medio del recinto, en aquellos rasgos de pómulos altos y ojos rasgados se dibujaba un dolor innombrable que le cortaba la respiración.

Elevó la mirada al notar que todos volvían la atención hacia el grupo que se arremolinaba poco a poco cerca del umbral. Se sorprendió al descubrir que se trataba de un nutrido batallón de críos; las madres se aferraban a ellos con pesar y luego los entregaban a los guías que los alejarían del villorrio.

Una emoción extraña comenzó a latir en el corazón del guerrero. Con una tétrica certidumbre, se volvió hacia los forasteros y advirtió que no había ningún rapaz entre ellos.

El llanto de los infantes que no deseaban separarse de sus padres aumentó el desasosiego y la impotencia que caldeaban el ambiente; los rostros apesadumbrados de los adultos llenaban el lugar.

-¿A qué viene todo esto? -inquirió al fin, presa de un profundo desconcierto.

Los aldeanos le miraron estupefactos, al parecer en medio de aquella situación apenas habían notado su presencia.

-¿¡Qué hace ese forastero aquí!? -espetó un hombre de rostro descarnado, que parecía liderar la reunión; vestía un caftán carmesí que había visto mejores días, al igual que su dueño.

Todos intercambiaron miradas de sorpresa sin saber qué decir, tenían asuntos más urgentes por los cuales preocuparse.

-Disculpadme si os he ofendido -replicó Argoth con respeto, tratando de calmar los ánimos del anciano-. Soy un extranjero en estas tierras y por lo tanto soy ajeno a vuestras costumbres.

El aludido soltó un bufido e intercambió algunas palabras indescifrables con los sujetos alrededor.

-Sois un hombre prudente, forastero -respondió el viejo, elevando una mano huesuda en señal de conciliación-. Nuestras leyes prohíben a los foráneos tomar parte en nuestros concilios-afirmó-, pero en este caso, os haría bien escuchar para luego volver vuestros pasos hacia el oeste con prontitud.

El guerrero paseó la mirada por los presentes, tratando de advertir alguna señal de hostilidad, pero lo único que pudo percibir fue el peso del temor que les abrumaba.

-No tengo motivos para volver -afirmó con sequedad. El eco de aquellas palabras permaneció flotando en el aire.

-Cualquier cosa es mejor que continuar hacia el oriente -terció otro sujeto, un hombre de edad mediana y tan gordo como un cerdo; sus ojillos oscuros refulgían con intensidad-. Tan sólo un horror sin nombre os espera más allá de estas colinas.

Argoth no dijo nada, intentaba ordenar las piezas de aquel enigma en su cerebro.

-Algunos enfilaremos hacia el occidente -continuó el sujeto al percibir la confusión en el rostro del extranjero-. Allí estaremos alejados de los demonios de la montaña.

Un sollozo surgió de inmediato de las mujeres apiñadas en el centro de la estancia, Argoth las contempló estremecido.

-Ellos son los causantes de la ruina de nuestros hermanos -prosiguió el hombre obeso-. Atacaron su poblado y se llevaron a los pequeños. -Un rictus de dolor acompañó las últimas líneas.

-¡Debemos marcharnos de inmediato! -exclamó otro individuo, presa de la desesperación- ¡No podemos permitir que vengan por nuestros retoños!

Un coro de progenitores angustiados se unió a aquel clamor, consiguiendo convencer a los indecisos.

El portador del hacha comprendió entonces la magnitud de aquel horror. Durante su periplo por tierras extrañas nunca había escuchado acerca de un mal tan repugnante, una infamia tan vil que se valiera de inocentes pequeñuelos; algo en su interior se encendió, una emoción salvaje que apenas podía controlar.

Los habitantes de la villa intercambiaron miradas esquivas y cuchicheos. Al parecer la decisión estaba tomada: Abandonarían el poblado antes de que fuese demasiado tarde.

Una de las mujeres pareció salir de su letargo al advertir que los notables comenzaban a dejar la estancia, se llevó las manos a la cabeza y se arrojó a los pies del anciano del caftán rojo.

-¡Por la piedad de Anthemis! -suplicó, aferrada a las piernas del viejo-¡Qué será de nuestros vástagos! ¡Qué será de ellos!

Varios aldeanos consiguieron controlarla, mientras los demás miembros del concejo evitaban con vergüenza aquel semblante enmarcado por un profundo dolor.

-Qué los dioses se apiaden de ellos -respondió el viejo con pena e impotencia-. No hay nada que nosotros podamos hacer. -Dicho esto, agachó la cabeza y salió por el umbral; afuera, los habitantes comenzaban a cargar con todo lo que podían para iniciar la larga marcha hacia el valle.

El sol se alzaba sobre las montañas, reinando sin rival sobre un lienzo impoluto; la columna de hombres y bestias se asemejaba a un gran gusano al adentrarse por los estrechos recodos del camino. Argoth permanecía en el centro el villorrio, contemplando la forzada peregrinación de aquellas gentes. Se pasó la mano por la frente sudorosa y suspiró con lentitud, aquellos hechos habían despertado su indignación. Al tratar de discernir el destino de los infantes desaparecidos, cientos de pensamientos sombríos se amontonaban en su mente.

-¿Venís con nosotros? -La voz gangosa del viejo jerarca le sacó de su ensoñación; una sombra de abatimiento se advertía en los brillantes ojos del anciano.

-No abandonaré mi camino -contestó con sequedad, bebiendo un trago de la pelliza que descansaba entre sus dedos.

Los aldeanos que acompañaban al líder intercambiaron miradas de estupefacción.

-Os ofrezco la salvación, extranjero -continuó el veterano con un suspiro-. Nada bueno os espera más allá de esos riscos. La maldad de los seguidores de la bestia ha despertado y nada los podrá detener.

-Mi destino está en manos de los dioses, buen hombre -replicó el hachero, alzándose de hombros; al fondo, la columna se movía con dificultad debido a un carromato que no conseguía librar el estrecho recodo.

-¡Habéis perdido el juicio!... -espetó el anciano, impresionado.

-Tal vez -dijo-. Pero continuaré de todos modos.

-Nada puedo hacer para ayudaros entonces -afirmó el aludido, sacudiendo la cabeza.

Argoth no respondió, se limitó a beber otro trago de agua.

Los orientales continuaron su camino, impresionados por la decisión del forastero. De pronto, se detuvieron y el líder se volvió hacia el portador del hacha.

-El único consejo que os puedo dar -dijo con aire sombrío-, es que os mantengáis alejado de la torre negra. -Luego de estas palabras los cuatro orientales se mezclaron con la masa que se apretujaba en el camino, tratando de escapar de los demonios de la montaña.

La Torre de la infamiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora