Destino incierto

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Después de algunas clepsidras, la intensa canícula cedió ante la súbita corriente que aullaba a través de los peñascos, como si se tratase de un coro de seres sobrenaturales que advirtieran a Argoth sobre el peligro que se cernía sobre él. Pero el portador del hacha apresuraba la marcha, abrigándose en una piel de lobo para evitar la gelidez que arrastraba la brisa; la cabeza de la segur asomaba por encima de su hombro, emitiendo un intenso fulgor azulado al ser acariciada por el astro rey. Los dedos se aferraban con decisión a los cantos de la peña y las robustas piernas buscaban cualquier cavidad que ofreciera seguridad en su empeño por continuar. Mientras recorría aquel abrupto camino, Argoth el errante se dejaba llevar por una ira silenciosa que cobraba vigor en su interior, recordaba la advertencia del anciano, pero no tenía ninguna intención de evitar aquella torre. Por el contrario, su meta era alcanzarla y averiguar qué horrores ocultaban aquellos muros; una fuerza primigenia guiaba sus pasos, opacando las suplicas del sentido común que le rogaba abandonar esa locura.

Después de un buen trecho avanzando sin cesar, el guerrero se detuvo cerca de una pendiente que dominaba varios estadios a la redonda. Bebió un poco de orujo y permitió que sus ateridos músculos pudieran descansar. El viento batía los bordes del pellejo que le protegía del inclemente frío. Allí, en aquella inmensidad escabrosa, se sentía como el último ser de la creación. Una profunda desolación le invadió en aquellos instantes; una sensación de soledad que le hizo encoger el corazón. Recorrió con la vista aquel territorio y un escalofrío le lamió la espalda al comprender que un horror invisible infectaba todo aquello. Por unos latidos, el desasosiego hizo presa de su voluntad, instándole a regresar, a buscar la seguridad del valle y alejarse de la maldad que latía tras cada piedra y arbusto reseco. Pero no, la templanza de su espíritu, forjada en la comunión con el arma que portaba, se lo impidió. Respiró el aire frío y cerró los ojos en busca de sosiego.

Al despertar, la batalla entre la luz y la oscuridad comenzaba a librarse en los cielos; los jirones carmesíes comenzaban a ceder ante el empuje de la penumbra. Fue entonces cuando los ojos del guerrero percibieron las formas de un poblado a medio estadio de allí. Lo examinó con detenimiento y sospechó que se trataba del villorrio atacado la noche anterior.

Tras alcanzar un primitivo sendero, buscó las sombras del atardecer para acercarse con sigilo a la aldea. Se deslizó como un gato montés a través de las primeras chozas, sin apartar la atención de los recovecos y puntos oscuros que podrían ocultar una hoja traicionera, aferrando el hacha con determinación; sentía la sangre batiendo sus sienes en medio de aquel conmovedor silencio. Acurrucado en el fondo de una de las cabañas, contempló los cuerpos sin vida apilados en el centro de la plaza, sin duda se trataba de los aldeanos que intentaron resistir el embate de los atacantes.

Con ardor elevó una plegaría al dios de los guerreros, jurando vengar a aquellos desdichados.

De repente sus músculos se tensaron y los dedos se cerraron como cepos en torno al arma; unos pasos hacían eco en medio de las tinieblas reinantes. El hachero esperó en silencio, presto para enfrentar cualquier amenaza. Los pasos cobraron fuerza y una figura solitaria se detuvo enfrente del despojo de los aldeanos, después de unos momentos que se hicieron eternos, las pisadas se alejaron con premura en dirección contraria.

Argoth asomó la cabeza con precaución y percibió la sombra que se perdía en el interior de una de las isbas más alejadas. Un grito ahogado rompió el tenebroso mutismo que envolvía el poblado, un clamor desgarrador, cargado de locura y aflicción.

El hachero ingresó en la penumbra de aquella humilde choza y se topó con una escena escalofriante. El cuerpo degollado de una mujer yacía sobre un charco oscuro; el horror reflejado en aquellos ojos sin vida le hizo estremecer. Arrodillado enfrente del cadáver, se hallaba un hombre de contextura mediana y brazos nervudos. Sollozaba y repetía una retahíla oriental que Argoth no podía comprender, mientras se cubría el rostro con las palmas.

De pronto, se volvió enloquecido y fulminando al recién llegado con una mirada cargada de sufrimiento. Si no hubiese sido por la experiencia que tenía encima, Argoth no habría evitado el filo asesino que por poco le cercena la traquea. Con una velocidad increíble, el aldeano saltó blandiendo un cuchillo curvo; el hachero fintó hacia la izquierda y le golpeaba el abdomen con el mango de la segur. El sujeto se dobló en un rictus de dolor, pero antes de que pudiera recobrarse, su rival le barrió las piernas y le hizo caer de espaldas sobre el despojo de la mujer.

Desarmado e impotente, le dedicó un gesto altivo al titán de cabello negro y ojos de hielo que le contemplaba con dureza; su vista se desvió con espanto hacia el extraño fulgor que emitía el acero que portaba entre los dedos.

-¡Acabad con este suplicio de una vez por todas! -gimió en el mismo dialecto de los hombres de la aldea-. Me habéis arrancado todo lo que tenía en la vida... ¡Terminad vuestra infame labor!

El portador del hacha le contempló por unos latidos. Una sombra inquietante cruzaba aquellos rasgos afilados.

-La ira os nubla la razón -aseguró en la misma lengua-. No soy el culpable de esta carnicería.

En los ojos rasgados del aldeano resplandeció un trazo de incertidumbre, titubeó al notar cómo aquel forastero extendía la mano para ayudarle a erguirse.

Con recelo se puso en pie y le estudió con una mezcla de precaución y curiosidad.

-¿Entonces, quién sois? -inquirió, sin ocultar el dolor que le provocaba el cuerpo que yacía en medio de la estancia.

-Soy el hombre que busca el origen de esta maldad.

Esta afirmación dejó perplejo al oriental. Aquel extranjero no podía estar en sus cabales; en ese instante reparó con angustia en algo que había olvidado por completo.

-¡Mis hijos! -gimió, llevándose las manos a la cabeza -¿Dónde están mis retoños?

-Ellos los tomaron -exclamó Argoth en tono sombrío-. Los demonios de la montaña.

El oriental parpadeó estupefacto, mientras la piel de su rostro se tornaba cenicienta.

-No...-masculló-. No puede ser... hemos perdido el favor de los dioses. -Se volvió hacia el bulto inerte y lo contempló por largo rato.

Argoth abandonaba la cabaña, imaginando que aquel miserable había perdido del todo la razón. Se dejó caer sobre una roca y centró la mirada en las estrellas que tachonaban el firmamento, tratando de entender cómo aquel mal anidaba en medio de la paz que le rodeaba. Contempló los visos azulados de la cabeza de la segur y una inquietante placidez llenó su corazón; en ese instante comprendía que con aquella arma podría enfrentar cualquier obstáculo que se le cruzara en el camino. La incertidumbre que le acosaba se disolvió bajo el embriagador fulgor del acero.

Levantó la vista al advertir la presencia del aldeano enfrente de él; tenía el torso amplio y sus extremidades nervudas daban idea de su labor en aquella agreste tierra.

-Os guiaré a través del sendero prohibido -exclamó con tristeza; sus ojos refulgían con furia y determinación.

Argoth le miraba con detenimiento, sus rasgos se perfilaban con agudeza bajo el pálido reflejo de la noche.

-Nos espera un destino incierto -replicó sin apartar la atención de la abatida expresión del oriental-. Aún podéis salvaros si volvéis vuestros pasos hacia el oeste.

El sujeto dejó escapar un leve suspiro, volviendo la atención hacia las montañas que se dibujaban como manchas en medio de las tinieblas.

-Mi vida se extinguió en el momento en que esos bastardos acabaron con mi mujer -reflexionó con frustración. Contemplaba al guerrero al tiempo que se mordisqueaba los labios-. Y si abandono a mis hijos no merezco seguir en este mundo.

Argoth respiró despacio y luego le arrojó un trozo de la carne seca que cargaba en su petate.

-Si esa es vuestra voluntad, no soy nadie para impedíroslo -dijo tras beber un largo trago de la pelliza.

-Os llevaré hasta la torre negra así me cueste la vida -aseguró el aldeano con firme decisión.

La Torre de la infamiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora