Sombras al atardecer

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La frustración de Argoth y su acompañante iba en aumento. Después de medio día revisando cada palmo de la edificación, no habían podido encontrar la manera de acceder al interior; el hachero ardía de impotencia al tiempo que la idea del fracaso comenzaba a infectarle la voluntad.

Agazapados cerca de un cascajar, contemplaban con resignación cómo las sombras del atardecer se reflejaban en la piedra oscura del baluarte. El viento rugía con fuerza y un cúmulo grisáceo espesaba poco a poco el firmamento.

De pronto, los ojos de Yang se abrieron de par en par y sus dedos se cerraron con intensidad sobre el hombro del hachero.

-Escuchad... -murmuró, tratando de encontrar el origen del esquivo rumor.

Argoth frunció los labios, prestando atención a los ruidos que arrastraba la corriente. Entonces, un sonido ahogado comenzó a cobrar cada vez más vigor; era un crujido lento y sostenido que rompía con el melancólico mutismo de aquel solitario peñasco.

Con un ademán, el guerrero le indicó al oriental que le siguiera. Rodearon la torre y advirtieron un estrecho sendero que ascendía desde el este. El corazón de Argoth comenzó a latir con fuerza al vislumbrar las formas que se insinuaban por encima de la penumbra; pegaron el pecho a tierra y contemplaron aquel extraño espectáculo.

Varios hombres, cubiertos con capuchas negras, escoltaban un carromato cubierto con lona embreada; tiraban con esfuerzo de dos acémilas que se negaban a continuar por la escabrosa senda.

Argoth sabía que esta era la oportunidad que estaba esperando; después de todo, los dioses no le habían olvidado.

Sin decir palabra, avanzaron a través de los escollos hasta la retaguardia del cortejo. El hachero aguardó a que cruzara el grueso de la comitiva, buscando el momento indicado para caer sobre algún rezagado. No tuvo que esperar mucho, tres sujetos ascendían con dificultad, arrastrando una mula. El guerrero podía escuchar las imprecaciones que soltaban sobre la porfiada bestia.

Con el sigilo de un felino, el portador del hacha se arrojó sobre ellos. Un cráneo crujió de manera espantosa cuando el mango de la segur cayó con aterradora potencia. El segundo intentó gritar, pero el golpe del acero le abrió el pecho en canal antes de que pudiese pronunciar palabra; se desplomó en medio de sus propias vísceras. El último apenas pudo correr unos pasos antes de que el cuchillo de Yang se le clavara en la espalda. Los ojos del aldeano refulgían enloquecidos, ansiosos de venganza, cayendo sobre aquel infeliz y rematándole de un tajo en el gaznate.

Sin perder tiempo, arrastraron aquellos cadáveres hasta el abismo, no sin antes despojarlos de las túnicas en mejor estado.

Cubiertos con aquellos harapos nauseabundos, alcanzaron la comitiva que ya se detenía en los linderos de la torre. Esperaban pasar desapercibidos en medio de la noche cerrada que se apoderaba del lugar; uno de los sujetos embozados hizo sonar un cuerno que hizo eco en los fríos muros que les rodeaban.

Entonces un crepitar hizo temblar el suelo bajo sus pies; un terror primigenio ensombreció el corazón del hachero al imaginar que se trataba de un terremoto; no obstante, sus ojos se abrieron de par en par al advertir cómo la parte frontal de la inmensa estructura se abría como una boca de lobo, produciendo un estruendo que le heló la sangre. En el lugar donde antes había una sólida pared labrada, se hallaba el umbral que tanto habían buscado.

Lo primero que sintieron al poner pie en el interior del fortín, fue un hedor impresionante, una pestilencia que hizo recular a las bestias que arrastraban el carromato. Los sujetos que encabezaban la procesión tuvieron que hacer un esfuerzo titánico para obligarlas a continuar. Mientras tanto, al percibir el calor del hacha sobre la espalda, Argoth confirmaba sus peores temores acerca de la maldad que anidaba en aquel cubil.

La Torre de la infamiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora