Oscuros presagios

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Argoth se removió en el jergón y clavó la mirada en el cuerpo que yacía a su lado; Percibía la suave cadencia de la respiración de la fémina bajo el espejismo lunar que se filtraba a través del techo. Sintió envidia de la paz que emanaba de aquella criatura. Respiró con fuerza y agradeció a los dioses su fortuna; eran pocos los hombres del oeste que se atrevían a poner pie en las misteriosas tierras de Mun-Thai. Eran abundantes las historias que corrían de boca en boca acerca de los horrores que ocultaban aquellas montañas y de los demonios de piel amarilla que las habitaban. No obstante, a pesar del recelo natural que experimentaban hacia los extraños, los moradores de aquella aldea le habían recibido de buen modo. Tan sólo necesitó de algunas monedas para ganar su confianza, a cambio de ello, recibió un buen plato de comida y un lugar donde pasar la noche antes de continuar su camino. Sin embargo la visita de una de las hijas del jerarca local fue una verdadera sorpresa para él, ajeno a las costumbres de aquellas gentes, se limitó a disfrutar de la compañía de la mujer, la cual, a pesar de carecer de gran belleza, demostró ser toda una experta en las artes amatorias.

El guerrero intentó seguir los pasos de su compañera y sumirse en un reparador sueño, pero algo en su interior se lo impedía. Alarmado, volvió la vista hacia el bulto que descansaba cerca de la pared y trató de percibir los trazos de la segur a través del lino que la cubría. Sin embargo lo único que sus ojos pudieron ver fue una silueta difusa en medio de la penumbra; se giró hacia la moza para tratar de olvidar el sombrío latido que le revolvía las entrañas.

Un frío de muerte le recorrió la espina dorsal al abrir los ojos. Permaneció en silencio, intentado descifrar lo que sucedía e imaginando que tal vez aquel sonido formaba parte de alguna bizarra alucinación.

Pero no.

El quejido se repitió y Argoth se irguió con la agilidad de un felino, echando mano del cuchillo que se encontraba cerca del lecho; los ojos de la muchacha se abrieron de par en par; un miedo atroz brillaba en su mirada. El guerrero le indicó con un gesto que permaneciera en calma y se acercó con sigilo al umbral del henil.

El frío de la noche le golpeó con fuerza; la piel de su rostro perdió sensibilidad y los músculos se le tensaron como un arco a punto de disparar. Las siluetas de las isbas se dibujaban contra un cielo limpio, colmado de estrellas. El único sonido que podía escucharse era el ulular de la corriente que le mordía la carne y el chispear de las moribundas piras que ardían con esfuerzo en el centro de la aldea.

Empero, aquel aterrador lamento castigaba de nuevo sus oídos, poniéndole la carne de gallina. Advirtió que los rostros estupefactos de algunos pobladores comenzaban a asomar por las rendijas y los ventanales. El sollozo se hizo más acuciante y pronto la mirada del guerrero se centró en las sombras que se materializaban en el recodo, seres incorpóreos que tomaron forma humana al ser acariciados por el palpitar de las hogueras. No obstante aquella visión no le trajo ningún sosiego, puesto que aquellos rostros, pálidos y demacrados, reflejaban un horror que la paralizó el corazón. ¿Qué mal podría causar tal devastación? Pensó estupefacto.

El roce tembloroso de la mujer le hizo volverse. Impresionado, advirtió un profundo terror reflejado en su semblante.

La chica le sostuvo la mirada con intensidad antes de hablar con voz quebrada.

-¡Los demonios de la montaña! -Una sensación desoladora cruzó el pecho de Argoth al escucharle.

La Torre de la infamiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora